Retrato de una mujer en llamas (2019)
La memoria de los trazos.
En algún lugar de Francia a finales del siglo XVIII, Marianne arriba a una casa cerca de la costa para pintar el retrato de Héloïse, una mujer que se resiste a ser retratada. La belleza de la pintura será determinante en su futuro; si es del agrado del posible marido, él accederá al matrimonio. Y he aquí la oposición de esta mujer privada de libertad, que fue retirada del convento sólo para ser ofertada por su madre a un pretendiente desconocido de Milán. Para ella, el cuadro es una sentencia que definirá una vida sobre la cual ella no tiene poder alguno de decisión. Atribuyamos por de pronto la desgracia de las situaciones al contexto histórico, porque aquí ninguna de las mujeres están exentas del dominio masculino, sea en el ámbito artístico o cotidiano. Lo cierto es que la hazaña a la que se enfrenta la pintora se complica aún más, porque para enmascarar la verdadera razón de su presencia en la casa, deberá fingir ser una acompañante de día y pintar el retrato de noche, a escondidas y con el recuerdo como único aliado.
Tras una carrera frenética hacia el precipicio costero, Marianne ve por primera vez el rostro descubierto de Héloïse, quien revela sus ganas imperiosas de sentir bajo la pesadumbre de su condena. Y, desde este primer enfrentamiento sublime, con las olas rompiendo con fuerza sobre las piedras del acantilado, despierta en ella una fascinación por su imagen, un rostro que ella absorbe y asimila en sus paseos por la playa. Las facciones de Héloïse se impregnan en la memoria de Marianne, y ella, a la luz de las velas replica cada gesto, cada mirada, cada postura, como pequeños fragmentos que conforman las piezas de un enigma irresoluto. El piso, cubierto de bocetos de detalles de las manos, de la nuca, o del labio de Héloïse, son destellos de instantes capturados en papel de lo cual Marianne se aferra para trazar las primeras tímidas pinceladas sobre el lienzo en blanco.
En este mirar constante aflora el deseo, y en la pulsión del deseo brota una profunda pasión que se aviva con el transcurso de los días, porque el mirar implica un intercambio de miradas, un ser mirado y un devolver la mirada, razón por la cual el foco de la fotografía recae sobre los gestos, las cejas levantadas y los suspiros por la boca que evidencian la incomodidad de la contemplación y el eventual reconocimiento de la observación curiosa, pero desconfiada por el inevitable sufrimiento que se avecina.
Céline Sciamma ilustra con profunda sensibilidad una historia de amor imposible donde el olvido se combate con imágenes, porque para sus personajes las imágenes son las únicas que puedan perdurar en el tiempo y trascender las limitaciones de la época. Así como las fotografías son amuletos colmados de recuerdos de personas y de momentos, en Retrato de una mujer en llamas (2019), los dibujos de Marianne anhelan perdurar aquel espacio y tiempo idílico suspendido donde ambas conocieron el amor. El retrato de Héloïse se convierte en el punto final, y de hecho, nunca dejó de serlo, pero tras haberse conocido, el lienzo mismo es testigo del enamoramiento, y un objeto que de alguna manera ellas crean en complicidad. Dolores menstruales y un embarazo no deseado son también subtramas que enriquecen la visión que tiene Sciamma sobre el cuerpo femenino, la de sexualidad y el deseo.
Lo desgarrador del relato, cuya puesta en escena transita la intimidad a la luz de las velas, y el acecho del dolor en los paisajes eminentes, es el carácter atemporal de la historial; ya a más de dos siglos después y en especial aquí, la sociedad patriarcal aún rechaza cualquier manifestación de amor fuera del orden heteronormativo perpetuado y sostenido. Quizás algún día la tragedia sea una mera fábula y existan finales en pantalla que nos devuelvan la mirada.
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