Dolor y Gloria (2019)
La agonía del pasado.
La agonía del pasado pesa sobre el cuerpo de Salvador Mallo, un director de cine en pleno declive físico y emocional. Salvador es Pedro Almodóvar, o más bien Antonio Banderas interpreta a Salvador en la última película de Almodóvar, que quizás sea la más autorreferencial hasta ahora.
Dolor y Gloria es una película de angustia y de amor: amor al cine y amor al tiempo, y amor al dolor. Estilizada al más puro estilo almodovariano (si tal palabra existiese), el rojo intenso pinta la fotografía con pasión y tormento, con diálogos dulces que punzan el alma. El malestar físico que siente Salvador lo ha impedido disfrutar hasta de su propia casa; se ve obligado a pasar largas noches sumido en la oscuridad preso del insomnio producto del dolor que lo acosa. Nada de gloria para un director exitoso. Al menos, por el momento, solo soledad. Y confinamiento.
Pero la Filmoteca Española ha decidido reestrenar una de sus primeras películas, y la excusa de este estreno sumado al casual encuentro con una vieja amiga (un cameo de Cecilia Roth) desencadena una serie de hechos fortuitos en la vida de Salvador. Se conecta así, por casualidad, con Alberto, el actor protagónico de “Sabor” con quien no había hablado hace más de treinta años. Como si nada, la amistad entre ambos se retoma, bajo el pretexto del evento de presentación de su película. Y es, a raíz de este encuentro, que Salvador conoce la heroína.
La heroína a su vez conduce a Alberto a la computadora de Salvador, donde encuentra un escrito titulado “Adicción” sobre la infancia de Salvador y su relación conflictiva con un gran amor, hace ya varios años cuando se iniciaba como director de cine. Alberto se enamora del texto, muy a pesar de Salvador quien lo había escrito en un arrebato terapéutico y no con fines de llevarlo a la pantalla. Pero este escrito marca el regreso del actor al teatro, bajo una obra biográfica anónima que provoca una lluvia de lágrimas en los ojos de los espectadores, y de uno en particular. Y las casualidades siguen, se ramifican y vuelven, en un ir y venir bajo el sol febril de Paterna, el pueblo de infancia de Salvador, y cócteles de pastillas antidepresivas mezcladas con yogurt.
Porque el pasado y el presente se descubren y reencuentran; así como un sueño se inmiscuye dentro del otro, el pasado se entierra en el presente, y una película esconde otra bajo el zurcido invisible del relato reflexivo del director. ¿De Salvador? Sí, también, pero aquí nos referimos a Almodóvar, quien visita sus temas predilectos con una madurez contemplativa y reflexiva. No juzga, observa y transita. Se sumerge al agua y renace, se arrodilla sobre un almohadón para buscar respuestas en la cajita de madera donde disimula su adicción, como rezando al Dios que no cree o dice creer en momentos de desconsuelo total.
Almodóvar habla de sí mismo, se ilustra, se expone. La relación maternal, la religión, el despertar sexual conforman las aristas de un todo, un director que mira atrás resguardado bajo el lente de sol de un doble imaginario, pero no así menos sensible. Habla de la amistad, de la pasión, del amor. De la infancia y de la madurez. Habla de su vida, para hablar de la vida.