Érase una vez en Hollywood (2019)
Delirios complacientes.
Érase una vez una estrella en decadencia que así como el western también había pasado de moda y que luchaba con ajustarse a los nuevos modelos de producción de la industria cinematográfica. Érase una vez un doble de acción que acompañaba a dicho actor en sus andares cotidianos y altibajos emocionales. Y érase una vez una actriz con una carrera en auge que prometía convertirla en un ícono de su generación. Dichos personajes son Rick Dalton, Cliff Booth y Sharon Tate, sí, la misma Sharon Tate asesinada en el año 1969 por miembros de “La Familia” de Charles Manson. Sobre Manson, ya volveremos. Primero, Hollywood.
Érase una vez en Hollywood, tal como su nombre lo desvela y la reiteración adrede lo evidencia, transita de manera anecdótica por las calles de la era dorada de Hollywood, los grandes estudios de producción y las deslumbrantes salas de cine, mientras afuera en las calles se gestaba el movimiento hippie. Las escasas propuestas laborales que recibe Rick, entre ellas viajar a Italia para restablecer su carrera como actor del género reinventado conocido como spaghetti western, afecta su relación con Cliff, quien más que un doble es un amigo y quizás el único que tiene. Mientras ambos se abren paso entre los sets de filmación y los barrios icónicos de Los Ángeles, vemos a Sharon Tate saboreando los placeres de su incipiente fama. En compañía de su esposo Roman Polanski, asisten a fiestas en la mansión Playboy donde aparecen salpicadas otras celebridades de la época que destellan fugazmente como los infinitos carteles de neón.
Es de esperar que dichos personajes se encuentren y que sus caminos se crucen en algún momento del relato pero Quentin Tarantino es inmune a las expectativas que se generan dentro y fuera de la sala de cine, incluso previo al estreno de la película. Así, Cliff maneja por toda la ciudad, y maneja mucho; Rick se resigna a ser abatido por la nueva cara joven de la televisión, y Sharon, nada más va al cine y sonríe encantada al escuchar las risas de los espectadores que disfrutan la caracterización del personaje de su última película. Sucesos fortuitos y encuentros casuales, y un sinfín de referencias cinematográficas y autorreferencias a su propio cine plagan un cóctel de todo aquello que ha influenciado su carrera.
Las atrocidades cometidas por el clan Manson pueden borrarse de la historia con el cine, pueden permitir idear un quizás alternativo, un mundo paralelo donde el tiempo se transmuta aunque sea por un instante. Tarantino no es ajeno a las posibilidades de tergiversación de la historia, ni niega el disfrute que puede provocar asesinar a Hitler. Y es aquí donde la película se convierte en otra. Sin concordancia ni justificación alguna, el relato se adelanta unos meses para llegar al 9 de agosto de 1969, la noche del brutal asesinato, como si lo demás fuera solo la antesala de lo que vendrá a suceder. Mientras Sharon, embarazada de ocho meses y medio, disfruta una velada tranquila en compañía de sus amigos más queridos, su vecino Cliff y Rick ahogan las penas de su despedida con alcohol y un cigarrillo mojado en ácido. Lo que sucede después es una secuencia violenta al más puro estilo Tarantino: autocomplaciente y delirante.
Porque Érase una vez de Hollywood es, por sobre todo, el capricho de un director como Tarantino quien a esta altura de su carrera puede darse el lujo de idear fantasías fetichistas con pies, traseros (femeninos, obvio) y sangre, y ser celebrado por ello. Tarantino prolonga el chiste por casi tres horas, para ofrecer de recompensa o castigo una violencia tan explícita que suscita el hartazgo. ¿No repudiamos acaso la brutalidad de los asesinatos del clan? La pregunta que resta es saber si estamos dispuestos o no a ser cómplices voyeristas de sus antojos. En este caso, no.