El perro que no calla (2021)

Ladridos al abismo.

El tintineo del collar de un perro y su andar sobre el piso es lo primero que se ve y se escucha. El animal olfatea, husmea y curiosea mientras su dueño poda el jazmín de la muralla. Pero al parecer, el comportamiento de este perro es inadmisible: de noche aúlla tanto que quiebra a quienes deben tolerar sus lamentos. Uno de los vecinos golpea la puerta de Sebastián y llora, llora porque el perro no calla. Luego, aparece otra vecina. Esta no llora, aunque lo intenta bastante, y se estremece al relatar las dificultades que tiene para dormir, pero sobre todo por la pena que siente por el perro, el perro que está siempre afligido por la soledad. Otro vecino angustiado por el perro ingresa en la casa. Tres siluetas comprimidas bajo un paraguas que repiten lo mismo y dicen solo una cosa. En definitiva, este perro sufre.

Pero esta no es una película sobre un perro. Para empezar, el perro es en realidad Rita, la perra que nunca ladra. O al menos, si lo hace, lo hace fuera de campo. Tras este percance con sus vecinos, Sebastián lleva a Rita al trabajo, una oficina corporativa donde él trabaja como diseñador gráfico. No obstante, y como es de esperar, la presencia de Rita incomoda a los directivos, por razones que ni ellos mismos pueden esclarecer, tal como su aparente ladrido causaba estragos en el vecindario. Sebastián recoge sus pertenencias, entre ellas el bol y la mantita de la perra, y queda desempleado. Dirigida por Ana Katz, El perro que no calla se centra en Sebastián, un hombre de unos treinta y tantos años, que tras quedarse sin empleo, recorre diversos puestos de trabajo en distintos lugares a lo largo de varios años. Así, el relato acompaña sus desventuras desde su paso por una estancia en el campo hasta una cooperativa de granjeros que cultivan y venden verduras, pasando por el cuidado temporal de un hombre enfermo y un breve momento como locutor de un programa de radio.

Con una fotografía en blanco y negro que compone paisajes tan atractivos como solitarios, una sensación de melancolía desborda de las imágenes de El perro que no callaSebastián es un observador pasivo que pareciera transitar los conflictos de su vida sin mucha resistencia, dejándose llevar muchas veces por lo que otros deciden sobre él, o por las adversidades del contexto que lo empujan hacia un lado o hacia el otro. A la vez, son los detalles ínfimos los que en cierta manera establecen la relación de Sebastián con el mundo, una conexión física que sobreviene cualquier desencanto transitorio, sea la falta de trabajo o el hambre. En vez de narrar las dificultades o las peleas, vemos sus manos sobre la tierra, el viento que acaricia su rostro en la playa o el afecto de una risa compartida, que son más importantes que cualquier carencia material; hasta en una situación de peligro, como estar atrapado en el subte bajo suelo, uno puede encontrarse con el amor de su vida, tal como lo hizo su madre.

Entre los detalles que conforman las andanzas del personaje, sucede un evento a gran escala. Un meteorito cae inadvertidamente sobre la tierra y obliga a la población a vivir a una altura menor a un metro veinte, ya que al pararse, la falta de oxígeno produce una pérdida repentina de consciencia y tumba al suelo a las personas. Para que el mundo siga funcionando, se establecen protocolos, se crean dispositivos que cubren la cabeza para poder respirar y se aprende a caminar de cuclillas, en un proceso de adaptación lento y tedioso, donde los días son iguales, el cuerpo tolera y perdura, hasta que de pronto un niño que nunca saltó observa maravillado cómo otros pueden trepar un árbol. Como si fuera una premonición, lo disparatado y sin sentido deja entrever el reflejo de la resiliencia humana y de una población dispuesta a sacrificarse para sobrevivir.

Como un sueño, El perro que no calla es hipnótica. Narrada a través de fragmentos y situaciones como viñetas que saltan de un acontecimiento al otro, los años pasan rápido y casi sin darnos cuenta. En un abrir y cerrar de ojos, Sebastián ha formado una familia y se ha separado, la humanidad ha superado la hecatombe y se ha acostumbrado a un cotidiano distinto. La película misma pareciera ser una recolección de memorias a punto de esfumarse, donde un recuerdo se funde con el otro en un corte, un poco como con el transcurso del tiempo los meses se derriten y conforman un todo inseparable. Las elipsis omiten a veces días, otras veces un par de años; solo podemos tener algún indicio temporal a través del aspecto físico de Sebastián y de quienes lo rodean. Por otro lado, los dos eventos más trágicos recurren a secuencias animadas con ilustraciones tipo bosquejos, como si esbozar la desgracia sea la única manera de trazar la distancia entre lo vivido y la identidad que pueda permitir adaptarse a un futuro impensado. Una pérdida y un asteroide, sucesos determinantes en la historia de uno.

El perro que no calla juega con lo absurdo y se divierte, y al hacerlo, observa a su protagonista con el cariño ingenuo que despierta su inercia, porque a pesar del agobio de la existencia, el tiempo no se detiene, pero tampoco lo lleva por delante, y esto podría ser un tanto reconfortante. De alguna u otra manera, aunque la tristeza por momentos engloba a Sebastián, las cosas parecieran ajustarse y acomodarse, como una burbuja de plástico a la que hay que acostumbrarse. Quién diría que el apocalipsis –tal como lo entendemos– sería una catástrofe tan interminable que resulta equívoco o desfasado atribuirle dicho término a un eterno proceso de reajuste del modo en que vivimos. ¿A dónde irán a parar los abrazos extinguidos ahora reemplazados por rostros cubiertos y pantallas? Cuando la incertidumbre hoy por hoy se ha vuelto un quiste benigno, la poética de Katz recuerda la naturaleza efímera de las cosas; en la intrascendencia, la belleza y su importancia. Ojalá nunca dejemos de regar nuestras plantas.

*Esta crítica fue publicada en El Espectador Imaginario / N° 120 – Marzo 2021 http://www.elespectadorimaginario.com/el-perro-que-no-calla/

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