Eami (2022)
Oír más, ver más, sentir más.
Del aire, el hálito de vida. Con el sonido de una brisa suave, una imagen se asoma del negro. Los huevos de un pájaro anidan a orillas de un lago. La voz de Asojá, una deidad pájaro-dios-mujer, cobija al nido con sus palabras melodiosas mientras el alba viste la tierra y el mundo se desentuma con el viento. Pero hay algo al acecho, quizás sea el humo, quizás sea esa claridad gélida, que atemoriza a los animales. De pronto, la luz cambia, se enturbia con el rugido de un animal y se sumerge en las llamas y en los gritos. Ante el terror de lo innombrable que se aproxima, huir es la única escapatoria.
En esta retirada forzosa, una niña deambula por el bosque buscando los vestigios que quedaron atrás cuando las fuerzas del mal expulsaron a los Ayoreo Totobiegosode de sus tierras. Ella es Eami, palabra en ayoreo que significa mundo y monte a la vez. Como su nombre indica ella no es solo una niña, sino toda una generación, aquellos niños que buscan a sus padres, a sus amigos perdidos, a un pasado inalcanzable e incluso un lugar que solo existe en la memoria. En el plano, sus labios no pronuncian palabra alguna, pero ella habla, llora y se lamenta. La angustia atraviesa su cuerpo y el dolor esculpe hendiduras en la imagen y en el alma. En Eami, la agitación y el desconsuelo son sensaciones que priman sobre el relato. Mientras el tiempo naufraga en un lamento háptico, la narración se desplaza en los susurros.
Por otro lado, el territorio es un personaje moribundo. Las huellas sobre la arena recuerdan el pisoteo de una vida sobre la otra y el cielo melancólico arropa de gris al verde como la mortaja de un cadáver. Quienes conservan la memoria de un pueblo irradian sus testimonios sobre estos escenarios moribundos, de troncos disecados que agonizan su destino. La disyunción entre lo que se ve y lo que se oye nos obliga a cuestionar desde dónde estamos observando y desde donde estamos oyendo. Por momentos, en las hojas que crujen en un torbellino o en los troncos que rozan el cielo, pareciera que el paisaje mismo nos estuviera hablando; es la lluvia la que grita con desespero y son los pájaros quienes nos hablan a través de voces humanas. La indeterminación espacial añade un tono mítico a la película, que evoca un imaginario ajeno y que exige una compenetración casi táctil con la vivencia del otro. De manera similar, los sonidos de la naturaleza exaltados en el cuadro nos embriagan de serenidad. El paisaje no solo se ve, sino que se siente, se toca y se huele. Somos uno con ellos, uno con el monte.
Las líneas temporales se entremezclan una sobre otra como un cuento dentro de otro cuento. La historia transcurre en el presente, pero vuelve a repetirse varias veces, en Eami que busca a su amigo, en otras voces que buscaron a sus abuelos, en sus antepasados que buscaron refugio. La pérdida es un tormento infinito. El tiempo indefinible quiebra la noción lineal sobre los sucesos y evidencia otra forma de percibir el universo. Una mujer menonita y sus peones son los fantasmas de este pasado irresoluto. A sus facciones difusas que se esconden en sus quehaceres cotidianos, se le contraponen los gritos de los hombres fuera de la casa. La distancia que adopta la cámara con respecto a la cacería de los Ayoreo deja entrever una violencia irrepresentable, aquella que amedrenta desde los linderos de lo visible y que se impregna sonoramente como una pesadilla.
La llegada del coñone, los no-indígenas, es, en primera instancia, una invasión sonora. El ocupante, aquello sin nombre ni forma, es tan terrorífico que no puede ser representado. La tensión del espacio fuera de campo ocurre entre la disputa de lo no invisible presente, el ruido de las máquinas y las topadoras, y lo ausente presente, las palabras de los Ayoreo que regresan al bosque al menos en el plano sonoro. La cámara acaricia el cuerpo de Eami, como si buscase la sanación de sus heridas invisibles en el conocimiento y en el posterior reconocimiento. El agua resguarda en su reflejo los rostros de los niños, personajes que esquivan una mirada directa. En contrapartida, Paz Encina los observa a través de un velo, sea el follaje, una pluma o un cuenco. En estos planos sosegados que arrulla la ira y mitiga la tristeza, la poética de lo sensible configura un nuevo espacio de sentido, una ofrenda al duelo.
Dos registros disímiles recomponen la película: lo documental presente en forma de material de archivo como entrevistas y grabaciones, y la ficción de las secuencias recreadas. Encina reescribe imágenes sobre estos sonidos de archivo, y, a la inversa, compone una fábula sobre los retratos testimoniales que recoge. La figura de Eami atraviesa la imagen y el sonido, se disuelve en el plano y se disipa en los silbidos de los árboles. El montaje no solo altera el tiempo, sino que la manipulación del ritmo y de las formas añade una profundidad hipnótica. En ocasiones, el desarraigo sangra sobre la fotografía que se embebe de rojo, en otras, los capullos de la vegetación chaqueña se sobreimprimen en paisajes abrumantes, como si ante la agonía irremediable, la naturaleza se estuviera estrechando en un abrazo onírico.
Eami es una película de cuerpos que ya no están, de territorios que ya no existen, y de paisajes que arden en silencio. En sus imágenes, los espectros de la memoria colectiva se inmortalizan en el tiempo. El entorno, desprovisto de la presencia de los Ayoreo, palpita con su ausencia. Cuando el genocidio es una imagen imposible, Encina configura un nuevo espacio donde se materializa la memoria frente a las fuerzas dominantes, un espacio al margen, entre el trance y el recuerdo, entre el pasado y presente. En la preservación frente al exterminio, un cuerpo colectivo, fragmentado y abatido, interviene sobre un paisaje imaginario y sensorial. Recomponer aquello que está roto de raíz, lo extirpado del habla y del ahora, exige, antes que nada, un abrir de ojos. Tal vez así, la sanación no sea eterna.
*Esta crítica fue publicada en El Espectador Imaginario / N° 130 – Marzo 2022 / http://www.elespectadorimaginario.com/eami/