The Lost Daughter (2021)

Maternidades vertiginosas.

Una mujer desorientada camina por la playa. Al llegar a la orilla, se desploma sobre la arena. La sangre en su abdomen sugiere una herida fatal. Una melodía nos traslada a un tiempo anterior, la misma mujer maneja con el rostro hacia el viento mientras arriba a un pueblo costero en Grecia. Ella es Leda, una profesora de literatura italiana quien ha cruzado el océano para disfrutar de unos días de descanso. Sin embargo, su paz momentánea se ve interrumpida con el arribo de una familia ruidosa y presumiblemente en estrecha relación con la mafia, que desmorona la fantasía del silencio. Pero en The Lost Daughter, la tranquilidad es solo lo primero que se desvanece.

Entre los recién arribados se encuentra Nina, una joven madre que despierta la curiosidad de Leda. Mientras Nina duerme bajo el sol, Elena, su hija, juega con una muñeca y baña con cariño a su madre. La intimidad de la escena entre madre e hija conmueve a Leda, quien no puede sino refugiar sus lágrimas en el bar de la playa. Cuando Elena desaparece, los recuerdos de Leda se asoman y aprehenden sus vacaciones, cada vez con mayor intensidad. Basada en la novela de Elena Ferrante, y con su vagarosa traducción al español como La hija oscura, la película alude a una pérdida lóbrega o tal vez a un desprendimiento doloroso. Tal como las notas del piano suspendidas en el aire reverberan en su cadencia obstinada sin llegar a su fin, las pérdidas serán varias, de diferentes matices y timbres.

The Lost Daughter acoge a distintas mujeres en momentos disímiles de la vida de cada una de ellas, mujeres unidas no solo por su condición de madre sino por las exigencias y expectativas de un entorno hostil y avasallador. La torpeza de Leda y el carácter brusco de sus palabras, en contraposición a su gentileza forzosa y la fragilidad momentánea de sus desmayos inexplicables le otorgan la imagen penosa de una mujer mayor, una madre abandonada a su soledad, a la que todos remarcan que parece más joven de lo que es, pero cuya sensualidad ya se ha disipado. La pregunta obligatoria después de conocer su edad es saber si tiene o no hijos, y, en segunda instancia, saber por qué no está con ellos. Callie, la cuñada de Nina, ya en los últimos meses de su embarazo, se entromete en las decisiones que toma Nina con relación a su hija, sea la ropa que debe ponerse o la mejor manera de paliar un berrinche. Nina, por su parte, tolera la figura dominante de su marido quien aún en su ausencia ordena el custodio de su esposa como si fuera un objeto. En las tres mujeres sopesa la imposibilidad de ser suficiente para sus hijos, maridos y familias, y es esta sensación la que resquebraja en ellas su sanidad emocional: la impotencia de ser amantes, madres y esposas idóneas cuando el mundo no demanda las mismas exigencias de sus pares masculinos. Incluso la muñeca de Elena, un objeto sin vida, vaticina el destino de las niñas y pretende prepararlas para el futuro. La culpa transfigura sus rostros, y para Leda, la sigue moldeando incluso a pesar del paso del tiempo.

Los flashbacks mecen el relato entre el pasado y el presente. De joven, en la cúspide de su apetencia profesional e intelectual, Leda se ve agobiada por la tarea imposible de congeniar el cuidado de sus hijas pequeñas con las exigencias de su trabajo. Los breves lapsos de concentración o distensión se interrumpen con frecuencia y, por lo general, su trabajo queda relegado a un segundo plano. Estos recuerdos la sofocan a tal punto que se enraizan en su cuerpo abatido; la asfixia es tal que a sus cuarenta y tanto años solo puede confesar con vergüenza que los mejores aspectos de sus hijas son aquellos que no guardan relación con ella. Mientras las memorias se adueñan del sabor veraniego y las frutas se pudren, los cuerpos disímiles de ambas Ledas, la del pasado y la del presente, se enlazan en los gestos y en la humillación. Un dejo de la inquietud de Leda joven aún palpita en la Leda del presente, así como la frustración sosegada retumba en sus rostros, a veces con exabruptos desmedidos en una sala de cine o con decisiones impulsivas que reniegan sus posibles consecuencias.

Con el correr de los días, la imagen se enturbia y se agita. El sol y la playa se reemplazan por lluvias y atardeceres grises, mientras que los mareos de Leda se vuelven más frecuentes e intensos. Entre desmayos y recuerdos, no todo queda en evidencia; es en esos silencios y en las cosas no dichas donde yacen las emociones más complejas que curtieron la ambición de una mujer que también es madre, o al revés,  una madre ambiciosa, porque lo uno no anula lo otro. The Lost Daughter describe los sentimientos ambivalentes y vertiginosos detrás de la maternidad. Hay afecto en bañar a una muñeca robada, en pelar una naranja con un cuchillo tan filoso que en un descuido puede causar una herida o al observar de lejos a sus hijas mientras habla con su amante, del mismo modo que ante el fracaso o la sensación de derrota, la ira excede al cariño y la opaca por completo. Pero para Maggie Gyllenhaal, la directora, eso no descarta el amor, que de hecho, siempre estuvo allí.

*Esta crítica fue publicada en El Espectador Imaginario / N° 129 – Febrero 2022 / http://www.elespectadorimaginario.com/the-lost-daughter/

También te puede interesar

Lo que se hereda (2022)

Luminum (2022)

Fuego en el mar (2022)

Azor (2021)