Apenas el sol (2020)
Un espacio y un tiempo prestados.
Apenas un llanto, sigiloso, que devela en sus palabras un horror pasado. Apenas el agotamiento, que corroe en disimulo un andar apesadumbrado, y apenas el sol, tan imponente como estremecedor que marchita sin consuelo los vestigios del exterminio. En los paisajes áridos del Chaco paraguayo que conforman las escenas iniciales de Apenas el sol, ya no quedan árboles ni animales, solo cadáveres y troncos secos que desdibujan un cementerio abandonado, resecado, donde los lamentos no se oyen ni se sienten. Y, como un sollozo mortuorio que se resiste a perecer, el documental de Arami Ullón otorga voz a una cultura condenada.
La película acompaña a Mateo Sobode Chiqueno, un ayoreo que fue expulsado del monte y obligado a vivir en otro espacio, un espacio apendicular a la explotación ganadera plagada de normas sociales y legales que les son ajenas. Despojado de sus tierras, en un proceso de colonización forzosa que anuló cualquier manifestación de sus costumbres y creencias ancestrales, los ayoreo padecieron la superioridad impuesta por los misioneros. Obligados a adoptar un nombre, una vestimenta, e incluso venerar a otro dios, a veces enfermaban y morían, otras, eran cazados y exhibidos como presas exóticas. Con un grabador de casetes, Sobode Chiqueno recorre las comunidades de los ayoreo para registrar los testimonios ahogados de quienes vivieron esta catástrofe.
En las entrevistas que realiza Sobode Chiqueno, los rostros se convierten en los paisajes del desarraigo, como evidencia corporal de un dolor que ha magullado la piel y carcomido la dignidad. Las miradas tímidas que cada tanto parecieran resguardarse del otro, dejan entrever el desconsuelo de la resignación; cuando es imposible revertir el pasado, quizás no queda más que acostumbrarse a sobrellevar la sed, el hambre y las dolencias del alma. La desazón es tal que ni siquiera el enojo ni la rabia han sobrevivido la vehemencia de las topadoras. Aún así, el dolor que emana de los relatos queda impregnado en los casetes, y a la vez, la violencia relatada es un gesto de rebeldía frente al colonialismo que parasita todo a su alcance. Las cintas magnéticas resguardan no solo la memoria de un tiempo, sino además imprimen en su soporte consideraciones sobre un modo de pensar hegemónico y propio de la cultura occidental.
Con frecuencia, el registro de los testimonios se detiene abruptamente, no por un corte en la imagen, sino por un corte en el sonido que ocurre cuando el propio Sobode Chiqueno detiene la grabación. En ocasiones, es el recuerdo invocado que clama un silencio, otras, es el silencio ruidoso que no puede ser aprisionado en las cintas. Al mismo tiempo, mientras los relatos emergen, la cámara descansa sobre el cuidado parsimonioso de los casetes. Limpiar estas cintas y guardar la grabadora en una bolsa de plástico es tan importante como el contenido de la máquina. Las manos de Sobode Chiqueno enrollan las tiras sueltas, rotulan las cajas y abren el envoltorio de un casete nuevo, como si de un rito de conservación se tratase. En estos detalles táctiles que acompañan cada encuentro, las arrugas del ayoreo se funden con los casetes, y en su delicadeza luchan contra la desaparición de su pueblo.
Entre lo que se escucha y lo que se ve, Apenas el sol confronta el pasado con el presente y pone en vela el futuro. A los paisajes estériles de polvo y asfalto se oponen las historias de abundancia mientras que las palabras lloran sobre un presente moribundo. En aquellos lugares donde los cánticos cristianos de perdón y absolución no se oyen, ciertas creencias preservadas encuentran su resguardo lejos de la iglesia que con tanta insistencia se impone sobre los asentamientos como un símbolo de mansedumbre. El desenfoque de las luces nocturnas diluye a los insectos y evoca la confusión resultante de un proceso de enajenación violenta donde ni siquiera la lengua alcanza para traducir ciertos términos como el valor del salario mínimo o las condiciones de dominio del capital.
Jean-Louis Comolli, teórico y documentalista, sostiene que el punto de vista es un punto de poder, el poder de ver, de mostrar, de oír. Y este poder conlleva, inevitablemente, la responsabilidad que lo custodia. Apenas el sol se escurre de recursos esperados, como el uso de una voz en off o la inclusión de material de archivo. En contrapartida, Ullón permanece fuera del cuadro, dejando que el lamento inunde el plano. Asume la responsabilidad de resguardar una identidad, un pueblo, un pasado al que recuerda para no olvidar. En este desplazamiento, que reposa la mirada sobre sus protagonistas a la escucha del otro, la directora otorga a los ayoreo un tiempo y un lugar, un espacio fílmico que a diferencia de otros espacios no les puede ser arrebatado. Mientras el Chaco arde en llamas, quizás lo único que resta tras el genocidio es resistir a la muerte, y guardar la imagen con desesperación.