Festival Internacional de Cine de Toronto 2021
Celebrado anualmente en Toronto, del 9 al 18 de septiembre tuvo lugar el Festival Internacional de Cine de Toronto. De acuerdo con Cameron Bailey, el director artístico del festival, la edición 2021 del TIFF en cierta forma apuntaba a recuperar el tamaño del programa del 2019 y sus ediciones anteriores, con el estreno de obras que pudieron ser terminadas tras el año pandémico. Con una selección compuesta por más de una centena de películas, además de una retrospectiva dedicada a la directora Alanis Obomsawin, el evento se desarrolló en formato híbrido con proyecciones presenciales y virtuales. Bajo el lema del festival que aboga por cambiar la forma en que miramos al mundo a través del cine, la siguiente selección responde a una curiosidad aleatoria, que navegaba entre una sección y la otra, con la única restricción impuesta de la disponibilidad geográfica de los títulos alojados en la biblioteca virtual.
Ante la ira y el descontento, la amistad es el único refugio, o al menos esto es cierto en The Hill Where Lionesses Roar (2021). En algún lugar perdido de Kosovo, viven tres adolescentes con ansias de algo más de lo que ese miserable pueblo pudiera ofrecerles. Sofocadas por problemas familiares y de relacionamiento con los demás, incluso con otros jóvenes de su edad, la única esperanza posible es ingresar a la universidad y así poder huir de ahí, de ese trabajo mediocre que las espera, de ese entorno violento que las aqueja. Los días de verano se vuelven eternos mientras ellas aguardan el ingreso e idean un futuro mejor, como si estuvieran contando los días que faltan para el fin de su condena en ese mundo injusto.
Bajo el acoso constante de figuras masculinas y familiares que imponen sus propias voluntades sobre ellas, la hermandad provee de sostén y otorga fuerzas para seguir adelante. El cementerio, una casa abandonada y una pileta vacía se tornan así en espacios que pertenecen solo a ellas y donde construyen su guarida. A veces pasan el tiempo arrojando piedras a botellas de cerveza, otras, solo comparten cigarrillos mientras esperan que pase la lluvia. En contrapartida a esa monotonía diaria, casi agobiante, los deseos de escapar e ir lo más lejos posible va cobrando forma más allá de la imaginación. Cuando sus ambiciones se ven machacadas, deciden formar una pandilla y delinquir para escapar de esa prisión que las tiene cautivas.
Entre un saqueo y el otro, The Hill Where Lionesses Roar transita la intimidad de una amistad palpitante. Luàna Bajrami observa los cuerpos en reposo de las amigas, que descansan bajo el sol veraniego, que duermen entrelazadas una con la otra, y que rugen con enojo en la cima del cerro donde el mundo pareciera pertenecer solo a ellas. La mirada que ofrece la directora sobre la amistad, lejos de ser rígida y dar por sentado una relación perfecta, atraviesa enfrentamientos y discrepancias, así como también los celos y la envidia. En sintonía con el vigor de sus personajes, la película irradia viveza. En esos movimientos de cámara fluctuantes que responden al enojo de las mujeres, en aquellos instantes de juego donde prima la inocencia, desborda las ansias de una juventud libre y ambiciosa, donde el espíritu de vivir atraviesa el cuerpo y el corazón.
La preocupación por el futuro también impregna el relato de Futura (2021) de Pietro Marcello, Francesco Munzi y Alice Rohrwacher. Filmada con un cámara de 16 mm que añade un dejo de nostalgia a las palabras y las imágenes, los directores se embarcan en un viaje a través del territorio italiano para preguntar a los jóvenes acerca de su futuro. La mirada de los adolescentes a quienes ellos entrevistan configura un retrato melancólico de Italia, con una juventud abrumada por las incertidumbres del mañana pero también deseosa de aprehender las oportunidades y cumplir sus sueños.
Al inicio de las conversaciones, la timidez frente a la cámara esquiva las preguntas. Una risa o un comentario despierta la curiosidad de uno de los jóvenes y de pronto, el futuro es más importante que la vergüenza momentánea. En esos gestos esquivos, en esas miradas ansiosas, en las palabras que reflexionan sobre el peso de las decisiones que en este momento tan delicado ellos se ven obligados a tomar, se distingue una búsqueda desprejuiciada por apresar el espíritu de un presente incierto. Atravesados por la pandemia del COVID-19, que cambió tanto las circunstancias y el entorno como también las relaciones, Futura regresa a ciertos lugares y paisajes. Los jóvenes siguen jóvenes, pero hay algo en sus ojos que dejan entrever un cambio de humor y de ánimo, como si la inocencia se hubiera desplazado o escondido tras los barbijos.
Del mismo modo, los sueños reiterativos de ser una estrella de fútbol o la codicia que supone la riqueza o la fama individual se ven relegados por una preocupación volcada hacia el progreso colectivo, en contacto con el otro y con el entorno, además de evocar un sentido crítico hacia el sistema político y social imperante que los absorbe por completo más temprano de lo esperado. Cuando ciertos temas cautivan sus aseveraciones, como el trabajo, la familia o el amor, el escenario de este documental no son los lugares y las carreteras, sino los rostros de una generación bisagra, entre quienes fueron los realizadores y quienes serán estos adolescentes. El lirismo de Futura descansa así sobre la esperanza puesta en este futuro nebuloso, pero palpable y enérgico.
Pensar en el futuro no necesariamente significa mirar hacia adelante. Diarios De Otsoga (2021) (¿diarios de agosto?) arroja una pista en su nombre. Crista, Carloto y João tienen una fiesta en su casa y bailan entre ellos. En un instante dado, aprovechando la intimidad momentánea, Crista y João se besan en el jardín, bajo la atenta mirada de Carloto que los espía desde lejos. Pero es el día 22, y al siguiente, la historia nos traslada a un día antes, a los preparativos previos a la fiesta y a los comentarios sobre la timidez de uno o la torpeza del otro. La cronología en reversa acompaña a los amigos mientras ellos construyen un mariposario, pero a medida que los días avanzan, o mejor dicho, retroceden, el equipo de filmación intercede en el rodaje.
De los directores Maureen Fazendeiro y Miguel Gomes, Diarios De Otsoga es un experimento colectivo que parte de una suerte de diarios de rodaje donde el azar y los imprevistos moldean los sucesos, y por ende la historia. Ir en retroceso añade un tono lúdico a las imágenes, donde ciertas cosas se conectan y se resuelven, como la directora acostada en el sofá observando la toma desde un video assist, o la fruta descompuesta que va sanando e indicando anterioridad. Pero también otras sugieren conflictos y roces, como Carloto durmiendo afuera tras la escena del beso, como si lo hubiera anticipado el día antes. De manera similar, ficción y documental se entrelazan con frecuencia: el cotidiano forma parte de la ficción, y en la ficción, las escenas ideadas parten de la realidad, de ese momento donde actores y directores discuten sobre las indicaciones tan imprecisas y el camino tan incierto que está tomando el proyecto. Los actores repiten las mismas líneas de diálogo una y otra vez en diversas tonadas, e incluso ciertas palabras se pronuncian en boca de varios personajes.
Con el correr de los días, la convivencia es la gran protagonista, con esas discusiones un tanto ridículas sobre el menú del desayuno y los momentos de ocio a bordo del tractor. Condicionados por las limitaciones del COVID-19, los conflictos entre el equipo de filmación y los actores también abarcan discusiones en torno a las medidas de protección avaladas por el gobierno. Cuando Carloto aprovecha su día libre para ir a surfear, Crista afirma que es un riesgo mantener la escena de beso que ellos tienen más adelante. ¿Acaso existió dicha escena? Mientras los días transcurren sin ser muy distintos uno del otro, tal como el tiempo se escurría frente la monotonía del encierro pandémico, la película se divierte con lo mínimo, con esa música inicial que es la misma que el final, que bien podría ser el fin del rodaje o el inicio de la historia.
El artificio fílmico es motivo de fascinación en Tres (2021), de Juanjo Giménez. Encerrada en una sala de edición, una diseñadora de sonido pasa la noche grabando y editando sonidos. La escena de una película muda en blanco y negro va adquiriendo forma con cada capa de sonido que ella va mezclando sobre las imágenes y que de pronto adquieren un nuevo significado. Las pisadas, un cachetazo, un golpe seco, inexistentes en la secuencia y creados en el estudio, revelan el oficio de la protagonista y la dialéctica entre imagen y sonido imbricada en el lenguaje cinematográfico. Pero cuando está por terminar la jornada, ocurre lo impensable: los sonidos a su alrededor se desfasan por unos cuadros o frames. Confundida, la mujer se acuesta y aplaude. El desajuste es mínimo, y hasta quizás imperceptible, pero cuando el retraso se va volviendo más notorio, la vida de la mujer se desincroniza por varios minutos, como si su propia historia fuera una película “fuera de sync”.
Para alguien cuya labor se sostiene en el encaje preciso entre audio y cuadro, es una gran ironía que su propia banda sonora desentone. Esta fractura del espacio y del tiempo donde el sonido se desliza en una dirección y la imagen por otra, quiebra la máxima asumida de que imagen y sonido deben estar emparejados en todo momento. El desfase sonoro altera el tiempo; cuando la imagen en movimiento constituye el presente, lo que se ve, anticipa un futuro sonoro un tanto manipulable. ¿Acaso el cine no se reduce a esta manipulación de las formas para imitar la realidad?
A medida que el tiempo fuera de sincronización va aumentando, uno mismo aprende también a escuchar de este modo, y para la sonidista, esta dolencia se vuelve inclusive una manera distinta de percibir la realidad. A la par que ella vuelve al hogar maternal para resolver sus conflictos con su pasado, empieza a editar su relato. Una conversación entre ella y su compañero de trabajo que sucede en dos tiempos es casi un juego, así como una escena de sexo que solo se escucha sobre los amantes en reposo acostados en la cama. En este sentido, es cautivante como Tres coquetea con las posibilidades narrativas y dramáticas del sonido; de alguna u otra manera el mundo de la protagonista se descompone en fragmentos que ella buscará hacer encajar, de la misma manera en que nosotros siempre procuramos que nuestro entorno encaje con nosotros.
Con el resurgir de la extrema derecha en Latinoamérica, con personajes como Bolsonaro en el poder, los discursos de odio que arremeten contra las minorías y la aversión hacia demandas en favor de la igualdad desdibujan una pesadilla más real que fantasmal. Escrita y dirigida por Anita Rocha da Silveira, Medusa (2021) se sitúa en un Brasil paralelo, no muy alejado de su presente, donde la religión es el mecanismo de opresión dominante. Amparadas por su devoción a Dios, una banda de mujeres evangélicas pasan las noches cazando y castigando a otras mujeres a quienes consideran pecadoras. En esta pandilla enmascarada, que se vale de las redes sociales para detectar a sus víctimas, se encuentra Mariana, una joven que forma parte del coro estrella de la iglesia. Cuando Mariana sufre un accidente que le deja el rostro marcado, y ante la obvia incomodidad de su círculo cercano, decide buscar trabajo en una clínica de comatosos donde espera encontrar a Melissa, una actriz famosa que desapareció tras un enfrentamiento impreciso algún tiempo atrás.
En la mitología griega, Medusa pasa de ser víctima a culpable, y de maldita a asesinada, siendo su único pecado la belleza que tanto cautivó a Poseidón. Su cabellera de serpientes, tan temible como reconocible, la convirtió en un villano icónico en la historia del arte. Del mismo modo, esta fascinación por el rostro como representación de algo más trasciende la película. A veces, es la fachada de una símil vida perfecta, a veces el reflejo de un mundo patriarcal que impone sus ideales de belleza normalizada. En Medusa, los rostros se deforman y se machacan, y las mujeres no pueden hacer más que intentar ocultar las magulladuras del sistema con abundante maquillaje, porque aquí las heridas no deben ver la luz del sol, y las cicatrices son marcas de desgracia reservadas solo para las feministas y las transgresoras. Asimismo, únicamente bajo el anonimato de las máscaras uno puede dar riendas sueltas a sus deseos.
Por otra parte, el rosado y el azul neón que resplandece con las palabras del pastor, define el binarismo que rige este entorno ultraconservador. A medida que pasan los días en la clínica, Mariana, alejada de la iglesia y del ejército de Dios, se aparta del régimen del cual ella misma es parte. El tono satírico y chillón que había primado al inicio de la historia con sus coreografías y bailes perfectos, ahora se tiñe de rojo y verde, los colores de la sangre y del horror. Más real que distópico, Medusa evidencia las consecuencias de un fanatismo tóxico, donde la política y la religión condicionan el género. Frente a la misoginia latente, hace falta más de un grito de disgusto, quizás un grito colectivo.
Ante un presente sombrío, de gobiernos fascistas, de pandemias y migraciones, el futuro pertenece a estas voces ruidosas, inquietas, que son capaces de aguantar la respiración para desafiar a quienes la encierran, como la adolescente de Murina (2021), o que a pesar de una inminente desgracia no abandonan su búsqueda, como el joven de Whether the Weather Is Fine (2021). Mujeres que rugen, que gritan, que manipulan su entorno… las grandes figuras de esta edición del TIFF.
*Esta crítica fue publicada en El Espectador Imaginario / N° 126 – Octubre 2021 http://www.elespectadorimaginario.com/festival-internacional-de-cine-de-toronto/