LOCARNO: Zahorí (2021)
Un piche (armadillo o tatú bolita, dependiendo de la región) corre entre los arbustos del desierto patagónico. El pequeño mamífero se vale de sus pezuñas para escurrirse velozmente y correr sobre la tierra. Detrás suyo, las manos torpes de Mora persiguen al animal en vano; pareciera ser tarea imposible sortear los obstáculos y pretender atraparlo a la vez. En un instante de ventaja, el piche se refugia en un pozo y desaparece, para decepción y enojo de la adolescente. No es el cuerpo del animal ni su diminuto caparazón que se mimetiza con el suelo lo que ha zanjado esta contienda, es la frustración resultante ante una tarea que (en apariencias) debería ser sencilla para quien habite en la estepa argentina.
A pesar del carácter remoto del lugar donde vive, la vida de Mora está impregnada por una sensación de rechazo que ha empolvado su entorno: hasta los lugares más inhóspitos no están exentos de ciertos prejuicios. En el colegio, los demás niños no le permiten participar en las actividades recreativas y se burlan de ella porque quiere ser un gaucho, figura reservada -a sus ojos- solo a hombres. Sus padres, una pareja de ecologistas que arribaron a la zona con la idea de una vida autosustentable, prefieren malinterpretar los deseos de Mora por meros actos de rebeldía. Solo el viejo Nazareno, un gaucho mapuche, ofrece sus enseñanzas sin reproche ni egoísmo alguno, en una suerte de soledad compartida que olvida las diferencias entre ambos que este pequeño mundo se encarga de remarcar. Cuando el caballo de Nazareno escapa, Mora se desvía del trayecto a la escuela y emprende la búsqueda, muy a pesar de Himeko, su hermano, quien intuye con razón que encontrar al caballo es más difícil que cultivar en este yermo territorio. ¿Por dónde empezar cuando el horizonte se desdobla al infinito?
Pese a estas circunstancias, en Zahorí, el consuelo se encuentra en el viento. Los escenarios celestes y arenosos se imponen sobre los personajes que se vuelven salpicones aislados sobre un lienzo seco. Con cada paso que da, Mora se va convirtiendo ella misma en un piche. Aprende a distinguir los pozos, a detectar un llamado de auxilio, a treparse en los cerros como si estuviera subiéndose a una silla, y a escabullirse entre las rocas para espiar un ritual de evangelización cristiana que bien pudiera ser un espejismo en el desierto. Su andar errante tira de la cuerda que pretendía amansarla y la rompe, tal como Zahorí lo había hecho la noche de su escape. Y aquí, quizás el término escapar esté mal utilizado; cuando lo que se anhela es la libertad, uno no escapa, se emancipa.
Bajo el sol, presente en cada plano, resuena un galope lejano que se funde con el ritmo de tambores ancestrales. El desierto, tan inhóspito como abrumador, transpira su misticismo en las imágenes de Marí Alessandrini, mientras el tiempo se resbala sobre la piel de la joven. Así como es imposible determinar con certeza las horas o los días transcurridos, los personajes emergen y desaparecen como brotes de yuyo, sin saber de dónde vinieron ni hacia dónde se dirigen. En un momento de desesperación, Mora cierra los ojos y se detiene a sentir la brisa sobre el rostro, tal vez esperando alguna respuesta, o solo conversando con el silencio, en ese espacio donde ella puede ser quien quiere ser: un gaucho.