Las primaveras de Ozu
Yasujirō Ozu filmaba el paso del tiempo como ningún otro. Contenidos en la intimidad del hogar, sus historias contraponen generaciones disímiles unidas por los lazos familiares que vinculan la sociedad japonesa de la época posterior a la Segunda Guerra Mundial con sus descendientes, una juventud en metamorfosis, casi bisagra, entre una cultura tradicional y su eventual acomodo a la modernidad. Es así que padres e hijos conviven en sus planos estáticos donde los relatos adquieren dimensión en los gestos más silenciosos, en los espacios vacíos que gritan ausencia, en la profundidad de campo que enlaza un ambiente con otro y en las líneas verticales y horizontales que desdibujan el hogar japonés como escenario de estas pequeñas grietas que marcan las heridas de una transición inevitable.
Para Ozu, la vida es un ciclo que se repite una y otra vez sin mayores alteraciones: los hijos crecen y los padres envejecen, los hijos se vuelven padres y ellos, a su vez, también envejecen. Una fase deviene a la otra, con la misma seguridad de que al invierno le sucede la primavera, tan certero como que a toda vida le alcanza la muerte. Con más de una treintena de películas, en su filmografía abundan los títulos temporales, como Buenos días (1959) o Crepúsculo en Tokyo (1957), siendo los nombres estacionales los más frecuentes como El comienzo del verano (1951) u Otoño tardío (1960), por citar algunos.
En el cine del director japonés, pareciera que existiese una relación directa entre una temporada del año y el relato, una mirada que se enmarca en días concretos y donde el tiempo, de alguna manera, palpita en los hogares. Pero las estaciones no siempre son puntuales, tal es el caso de dos películas que dialogan en sus extremos: Primavera tardía (1949) y Primavera precoz (1956). ¿Qué sucede entonces cuando las estaciones llegan antes de lo previsto o, por el contrario, se demoran en llegar? ¿Qué ocurre cuando la primavera retoza sobre la rutina de un matrimonio o de una familia?
Primavera tardía inicia con una serie de planos introductorios donde no se observa ninguna persona. De un plano de la estación de tren, un corte nos traslada a las las vías del tren y al semáforo que anuncia su llegada para culminar con un plano general del techo de un templo. Esta sucesión de imágenes está unida por la melodía principal de la banda sonora y el canto de los pájaros primaverales que anuncia el advenimiento de temperaturas más cálidas. De manera similar, Primavera precoz abre el relato con dos planos generales que nos sitúan en las afueras de Tokyo. Las luces del alumbrado público aún siguen encendidas, un indicio del primer albor del cielo gris, donde el sol aún no se ha asomado. Aquí, el arribo del tren matutino marca el inicio de la jornada.
En ambos principios, el movimiento en el cuadro es casi imperceptible. Los árboles se mecen con el viento y el tren ingresa a cuadro de derecha a izquierda, lo que sugiere un desplazamiento hacia atrás y un posterior regreso al lugar de origen, es decir, no es este su destino, sino solo una parada. Por otro lado, los espacios parecieran esperar pacientes a que sus personajes los ocupen, y, frente a esta quietud ilusoria, Ozu nos adentra en las circunstancias temporales que guarecen a sus protagonistas.
En Primavera tardía, Noriko arriba al templo para asistir a la ceremonia del té. Tras saludar a las demás mujeres allí presentes en movimientos agraciados propios del culto, su tía Masa le encarga la costura de unos pantalones para su tío. Al rato, arriba la Sra. Miwa, una mujer joven que saluda con familiaridad a la Sra. Masa. Hablan del tren y de un desencuentro en la estación, y, luego de los retrasos, se da inicio al ritual. La confluencia de estas tres mujeres no es casualidad, pues serán de crucial injerencia en el desarrollo del conflicto. Será la tía Masa la que impulsará el matrimonio de Noriko, y será la Sra. Miwa, una viuda joven, la candidata propuesta para el segundo matrimonio del padre de Noriko, Shukichi. En esta secuencia también se introduce un elemento como símbolo de disputa del personaje frente a los valores tradicionales: su cartera, que le genera una cierta torpeza en su arribo, pues no consigue acomodarla en algún lugar donde no moleste.
Por su parte, en Primavera precoz, Masako, la esposa de Shôji, lo despierta mucho después de que haya sonado la alarma del despertador. El joven oficinista se levanta a regañadientes, con el cansancio acumulado de una noche, como tantas otras, de alcohol y ocio. Ella le comenta que solo hay pan para comer, ya que él acabó el arroz, y le pide que deje de jugar al mahjong. Él no puede sino evidenciar su disgusto y anunciar que aún tiene unos minutos para descansar. La negativa frente a sus deberes como asalariado es uno de los motivos que le conducen al aburrimiento anticipado y, a su vez, es el sustento de las relaciones que establece con sus compañeros de trabajo donde su esposa no tiene cabida alguna. Será con Chiyo, una mecanógrafa de la empresa, con quien Shôji tendrá un amorío.
Tanto la introducción de Noriko como la de Shôji relaciona personajes desfasados con su tiempo, o llegan muy temprano, o están por llegar tarde. En el templo, a Noriko no la esperaban hasta más tarde, es casi una sorpresa su presencia puntual, y a Shôji, si no fuera por su esposa, el tren partía sin él, porque el trajín del progreso acelerado no espera a nadie. En este sentido, no es la primavera la enajenada, sino son los sujetos que padecen de una somnolencia que les impide percibir su presente, porque la primavera, a pesar del sosiego en el cuadro y de aquella impresión de estabilidad inicial, es una estación de cambios.
Para Shôji, de Primavera precoz, quien trabaja como otros miles de asalariados en una oficina corporativa en Tokyo, el precio de la estabilidad económica, por más precaria que sea, es el agobio de la monotonía y la promesa utópica de un ascenso laboral. Así como a través de los ventanales de las oficinas se vislumbran escenas similares de hombres en traje encorvados sobre la mesa del escritorio, sus días también son iguales, con pausas estrictas para almorzar y sendos intercambios por teléfono entre un encargo y el otro. Uno de los compañeros del oficinista ha caído enfermo y permanece empotrado en cama hace un buen tiempo. Su diagnóstico es incierto, pero se intuye una posible conexión con el agotamiento típico del jornalero, que noche tras noche debe ahogar su descontento con sake. Por su parte, Noriko, de Primavera tardía, vive para el padre. Ella le sirve el té, le plancha las camisas y le prepara la cama, quehaceres domésticos que para la sociedad japonesa de los años 50 corresponden a la esposa. Cuando no está atendiendo a Shukichi, Noriko disfruta de la compañía de otros hombres, ya sean colegas de su padre o Hattori, el joven ayudante que asiste al profesor en la casa. En su desenvolvimiento, se percibe un cierto coqueteo con estos hombres, pero nunca pretende iniciar una relación sentimental, pues Noriko se presenta como feliz en su renuncia a forjar una familia propia, y prefiere –antes que nada– permanecer al lado del padre.
Pero el nombre anuncia cambios, y la primavera es un momento de transformación. A medida que los días se vuelven más cálidos y largos, los árboles crecen y se reproducen. De sus ramas secas, inactivas desde el invierno, germinan hojas y brotes nuevos, algunos de los cuales se convertirán en frutas y en nueces. Podríamos decir también que la primavera es el alba de la adultez, el momento en que una persona se encuentra en el esplendor de su vitalidad y belleza. Por el contrario, los personajes de las primaveras de Ozu se encuentran encapsulados dentro de un pimpollo hermético, inadvertidos de los cambios estacionales que tarde o temprano acabarán por someterlos. Para uno, el tedio lo ha convertido en un brote marchito, donde el desgano se ha llevado las ansias de un matrimonio próspero. Para la otra, abdicar su deseo en favor del padre ha suspendido su maduración.
A pesar de la resistencia de Noriko y del aburrimiento precoz de Shôji, la primavera supone una etapa de florecimiento. En la primavera hay viajes al campo, caminatas largas bajo el sol y viajes en bicicleta. Y son en estos instantes de distensión primaveral donde la rutina se ve quebrada. En una excursión con sus colegas, Shôji y Chiyo comparten un momento a solas y, a raíz de este encuentro, empieza su relación extramarital. Por su parte, Noriko va a la playa con Hattori. La conexión entre la pareja es obvia, incluso sus conocidos creen que el amor de ambos es correspondido. Sin embargo, ante la propuesta del joven de ir juntos a un concierto, ella rechaza la invitación para evitar cualquier conflicto con la prometida de Hattori. El amor es infructuoso, y su respuesta pone término una posible relación amorosa. Al igual que el intercambio entre Shôji y Chiyo, ambas secuencias descritas ponen en marcha acciones sin retorno, sea un matrimonio a concretar o el inicio de la disolución de otro.
Tal como los trenes, las estaciones también vienen y se van. El amor filial de Noriko hacia su padre es tal que sucumbe a los arreglos maritales impuestos bajo la creencia de que esto lo hará feliz. Masako descubre la infidelidad de Shôji pero aún así viaja con él a su nuevo puesto de trabajo, creyendo que el tiempo los hará felices, pero ambos finales describen una pena contenida. Luego del casamiento de su hija, Shukichi regresa a casa. Un plano nos anticipa el hogar vacío desde su interior. Él se saca el abrigo y se sienta en una silla. Agarra una manzana de la mesa y empieza a pelarla. En un plano detalle vemos cómo el cuchillo corta la piel lentamente hasta que Shukichi la deja caer al suelo y baja el rostro en un llanto sofocado. La imagen funde a un plano de las olas del mar que mece la noche deshabitada. En un pueblo alejado, Shôji regresa a su casa. Al parecer, está también vacía, hasta que, en un plano detalle, vemos unos bolsones aún cargados y la ropa colgada de Masako. Ella ingresa al cuadro y él le pregunta cuándo llegó. La pareja se sienta a hablar y deciden olvidar todo lo sucedido. Con el ruido del tren, ambos se paran a contemplar su paso. Situados casi al extremo del cuadro, ella deja caer los brazos con resignación mientras él se encoge y sujeta sus brazos, como si estuviera sujetándose a sí mismo.
Pese a una aparente resolución, tanto en Primavera precoz como en Primavera tardía, el verano encuentra a sus personajes bajo la pesadumbre del calor y la humedad; la primavera no ha sido más que el preludio de una transición con un destino común inapelable: la soledad. El infinito cariño desdoblado entre sus personajes nada puede hacer frente al distanciamiento que supone envejecer. Diría Ozu que la primavera es un engaño, diría Ozu que la vida es una desilusión. Y dirán sus personajes que sí, y que con más frecuencia de lo que esperamos, y hablarán del desencanto con miradas casi a cámara que buscan al espectador con sus lágrimas en forma de sonrisa o con agradecimientos que estallan en llantos. Porque si Ozu tiene un nombre para cada estación, es porque ningún otro encuentra la alegría en una tristeza infinita o la melancolía irremediable en el desamparo como Ozu.
*Este ensayo fue publicado en El Espectador Imaginario / N° 123 – Junio 2021 http://www.elespectadorimaginario.com/las-primaveras-de-ozu/