Drunk (2020)
Embriagarse para sentir.
De acuerdo con el psiquiatra noruego Finn Skårderud, el ser humano nace con un déficit de alcohol en la sangre del 0,05%, una tesis que sugiere que el consumo diario y moderado de alcohol podría ser necesario para hacer del mundo un lugar más llevadero. Con la ambición de llevar a cabo un experimento social, en Otra ronda cuatro profesores de secundaria deciden comprobar los efectos sociológicos de mantener la tasa de alcohol en la sangre en un manejable 0,5%, lo idóneo (en teoría) para ensalzar la productividad diaria sin perder el control de uno mismo. Este número, una cifra a primera instancia insignificante, es lo suficiente para alterar nociones perceptivas, desinhibir el comportamiento y ocasionar una leve pérdida de la motricidad del cuerpo, lo que se traduce con mayor frecuencia en la característica torpeza de quien se ha bebido una copa de más, acompañado de un andar tambaleante y una conducta desenvuelta inexistente en los momentos de sobriedad.
En el centro del relato se encuentra Martin, un profesor de historia, que es acusado por sus propios alumnos de exhibir un comportamiento apático e indiferente durante sus clases. En casa, con dos hijos y una esposa que parecieran evitar su presencia, el agobio es aún peor. Los demás personajes, si bien se encuentran en situaciones distintas, padecen de un malestar común y constante; ya hace tiempo se rindieron a la depresión de la mediana edad y en sus vidas prima una permanente sensación de insatisfacción y soledad, ya sea en el entorno familiar o laboral. Por si fuera poco, conviven en el instituto con un colectivo que representa su némesis simbólica, un grupo de jóvenes ávidos con tanta sed por el futuro como despreocupación por el presente, y que además recuerdan en su sola existencia la sombra de quienes alguna vez fueron estos adultos.
En los primeros minutos de Otra ronda, somos testigos de una jornada de fiesta entre los jóvenes próximos a graduarse de la secundaria, observadores, porque dicho punto de vista no vuelve a repetirse en el transcurso de la historia. El festejo inicia con una competencia alrededor del lago donde el grupo que logre beber más cervezas y vomitar, gana. La secuencia se ve exaltada por el ritmo de la música que acompaña las risas y los gritos, elevando una sensación de júbilo momentáneo un tanto reprochable, un tanto envidiable. Está más que claro que aquí no hay cabida para las responsabilidades de la vida adulta. Una vez subidos al tren, rumbo a la siguiente parada nocturna, las travesuras de los adolescentes avasallan las normas de comportamiento tolerable en lugares públicos, consecuencia del consumo descontrolado de alcohol. La escena termina con un corte brusco, y del jolgorio, nos trasladamos a la sala de reuniones de profesores donde la directora narra los acontecimientos y eleva la posibilidad de establecer una política de tolerancia cero de alcohol para el año lectivo que acaba de empezar. Del barullo retumbante, al juicio de los mayores que buscan prevenir el desborde de un problema de magnitudes más grandes. La noticia es planteada como una tragedia, por más que algunos de los profesores, aquellos de rostros más jóvenes, no pueden evitar soltar una risa entre dientes.
El contraste entre dichos momentos es abismal, y una de las ideas centrales de la película, ya medida que el semestre avanza, el comportamiento de los adolescentes resuena con mayor fuerza en el actuar de Martin y sus amigos. En Otra ronda, el uso reiterado de cortes repentinos entre una escena y otra que describe el montaje articula los altibajos del experimento vuelto desafío que coquetea con el alcoholismo, una enfermedad latente a nivel mundial, y la otra cara de la aparente felicidad que creemos prejuiciosamente que existe en los países nórdicos. De hecho, cada secuencia empieza a configurarse entre un trago y el siguiente, o entre un trago y el cese del horario establecido para el consumo, como si la sobriedad implicase la inercia rutinaria que tanto buscan evadir. No obstante, con el transcurso del tiempo, el consuelo momentáneo que ofrece la ingesta de alcohol será interrumpido por el inevitable regreso al hogar, con elipsis violentas que omiten los estadios intermedios de la borrachera para contemplar una exitosa lección de historia o incluso una posible conciliación marital. El registro del nivel de alcoholemia y su relación con el ensayo queda relegado a un segundo plano para dejarse seducir por las desinhibición de sus protagonistas hasta encontrarlos desparramados en el pavimento a plena luz del día, o peor.
Es un tanto predecible que el experimento que había rendido sus frutos en sus etapas piloto se salga de las manos con el correr de los días. No solo el gradual aumento del nivel etílico que Martin se impone e impone a los demás conjetura una catástrofe, sino además pequeños indicios en la imagen se dejan llevar por una creciente sujeción a la bebida. Dicho de otro modo, la fotografía misma de la película, en un lenguaje centrado en sus personajes, empieza a fungir de provocador con encuadres estéticos de cualquier bebida alcohólica presente. El primer trago que toma Martín en el colegio, lo hace a escondidas, como si fuera una imposición obligada y desde una bolsa que esconde el contenido prohibido. Sin embargo, a medida que la cámara en mano se va tornando más desprolija, por más que permanezca en sintonía con el porcentaje de alcohol consumido, reserva a los vasos y a las botellas planos detalles que al unirlos al rostro de los personajes, insinúan las ansias por beber y la posterior satisfacción o desahogo de haber paliado dicha ansiedad.
Bajo la mirada de Thomas Vinterberg, un director conocido por resquebrajar a sus protagonistas y conducirlos al declive emocional, su última película no escapa de la fascinación predilecta del danés hacia la agonía humana. Otra ronda transita por las ambigüedades de su premisa inicial para develar el síntoma de un disgusto aún más complejo. La frase de Søren Kierkegaard que abre el relato es un recordatorio lancinante de que la película no trata solo sobre un posible principio de alcoholismo, sino sobre cómo estos adultos palian la ausencia de aquello que se perdió en el corte a negro entre el inicio de lo que fue su último año escolar y la monotonía instaurada de la vida adulta, como si en un abrir y cerrar de ojos, para ellos la juventud hubiera sido nada más que un mero sueño.