Lecciones en la oscuridad (1992)
Sinfonía de brasas.
Negro carbón, negro azabache y negro petróleo; el oro negro. Tras una placa de texto que describe el colapso del universo como un esplendor grandioso, las primeras notas de viento de El oro del Rhin de Wagner empiezan a sonar. En la imagen, paisajes de nubes grises se anteceden al naranja que emana la combustión de petróleo. La ópera apocalíptica acaba de comenzar y la ciudad se despide con un lamento de sirenas y explosiones silenciosas.
Después de la batalla, las personas entrevistadas en Lecciones en la oscuridad han perdido el habla. La primera persona con quien se encuentra Werner Herzog y su equipo se dirige a ellos con señas. Parado frente a una casilla a unos cuantos metros de distancia de una boca incendiada, un bombero hace un gesto que indica algo hacia la izquierda seguido de un movimiento de mano que corta su cuello en el aire, como advertencia de muerte, o por la presencia de la cámara, una indicación que orienta la mirada hacia algo que él considera que debería ser filmado.
El siguiente personaje es una mujer que fue obligada a presenciar la tortura y muerte de sus dos hijos. Ella balbucea palabras incoherentes frente a cámara, intenta hablar pero no puede. Mira hacia arriba, besa sus manos y se lamenta. No habla, pero su dolor se percibe igual. Un tercer personaje silente: un niño que por voluntad propia se resiste a aprender a hablar luego de ser pisoteado y amenazado a punta de pistola por un soldado. El niño se esconde detrás de su madre, es ella la que habla por él, y él sólo contempla a los intrusos con disgusto en los ojos. La atrocidad ha derrumbado la voz de las víctimas con la misma eficacia con la que las bombas han pulverizado las ciudades. Donde el horror fue tal, las palabras desfallecen frente a la oscuridad. Del mismo modo, el despliegue de los instrumentos de tortura rebasa el límite del léxico existente para referirse a lo inhumano de la guerra. Ante esta ineficiencia del lenguaje hablado es la música y la imagen la que nos sumerge en un ambiente apesadumbrado y putrefacto.
Herzog se adentra en Kuwait desde arriba sobrevolando los lagos de petróleo como si fueran escenarios dotados de una belleza exuberante cuando lo que descubre es lo opuesto, cortinas de humo que cubren el horizonte y el fuego incesante de los incendios. El espacio es un desierto de animales muertos y maquinaria abandonada. La cadencia de la contemplación mece. Es imposible determinar dónde empieza y dónde termina la catástrofe, y su magnitud se vuelve sublime. Las imágenes trazan el rastro de las rutas y se pierden en ellas en fundidos tan hipnóticos que las llamas se mezclan con el cielo. Las notas disonantes suspenden los agudos antes de introducir el estruendo del trombón que glorifica la destrucción como algo inabarcable ni concebible en el orden de las magnitudes de las proporciones humanas. Una vez en el suelo, la atención se centra sobre la labor física de los bomberos y las maquinarias de soporte que ellos manipulan como si fueran extensiones de su propio cuerpo. Tal como ellos se mojan el cuerpo, las palas de los tractores reciben chorros de agua para evitar sobrecalentarse.
Lecciones en la oscuridad se interesa más por el movimiento de las ruedas sobre el lodo que pretender explicar cómo se apaga un fuego petrolero; lo físico, lo palpable por sobre las palabras; las notas musicales por sobre el diálogo. Aquí, ni las máquinas ni los hombres hablan. Pareciera que actúan por inercia, por una orden que siguen a rajatabla sin hacer preguntas. A la vez, la reiteración del movimiento es una constante. Los camiones llevan arena, los hombres arrojan agua, y el fuego sigue ardiendo. El aceite que hierve y se desplaza por los surcos conforma una danza de formas amorfas que adquieren vida propia antes de convertirse en fósiles porque si la humanidad ha desaparecido, la naturaleza tampoco existe, o al menos es otra, una negra de hierro y petróleo. Por otro lado, las imágenes del humo buscan desesperadamente al sol con la misma insistencia en que los hombres intentan día tras día contener un incendio.
Con la maquinaria, aparecen las voces de las cantantes de ópera que acompasa el ondular de las llamas. Es difícil saber si las imágenes acompañan a la música o si la música ha definido los cortes. Lo humano, en un relato cantado en otro idioma, promete una resolución; si el hombre es capaz de destruir, es también capaz de componer obras que trascienden el tiempo. Conforme las imágenes aterrizan sobre el suelo, emergen otros ruidos, como el burbujeo del petróleo o el desplazamiento de los camiones, que se tornan insignificantes frente al incesante chorro de agua que inunda el campo sonoro.
Hacia el final de la película, lo que parecía imposible se hace realidad: una fuga ha sido contenida. Cuando el último perno se ajusta, el silencio es sepulcral. Los hombres se dan la mano festejando el triunfo, pero no dicen nada. Y aquí, ocurre algo curioso. Tan pronto se apaga un incendio, en cámara lenta, dos hombres lanzan al aire un papel en llamas por encima de una cañería de petróleo. Inmediatamente las llamas se prenden como un mechero gigante. De pronto, sus vidas vuelven a tener sentido, afirma una voz en off. En Lecciones en la oscuridad, Herzog filma donde la luz no llega, valiéndose de melodías como linternas en los confines del mundo donde el negro todo lo usurpa hasta que lágrimas negras brotan de nuestros ojos y de nuestros oídos. Si algo nos ha enseñado a través de estas lecciones, es que la oscuridad es infinita como el universo. Con la voz soprano de la sinfonía coral de Mahler, la película se declara incapaz de comprender la locura humana o al menos al hombre sin guerras.