A febre (2019)
Maya Da-Rin. Brasil / Francia.
En un primer plano, Justino, un hombre indígena, cabecea y cierra los ojos. El sueño pareciera apoderarse de su cuerpo mientras la cámara se desplaza lentamente hacia atrás en sintonía con la caía de sus párpados. La textura de un container de chapa metálica invade la imagen a la par que la oscuridad funde su cuerpo con el metal. El trance es hipotónico. Los sonidos se distorsionan, las luces de alerta se desvanecen, como aquel momento de somnolencia profunda donde la alucinación se embarulla con la realidad. Pero así como los sueños se desvanecen tan pronto abrimos los ojos, este instante es efímero. Al rato suena la radio y devuelve a Justino al puerto. Hay que verificar un sector.
La ciudad industrial de Manaus es el escenario donde se ambienta el relato de A febre, ópera prima de la directora Maya Da-Rin. El personaje de la historia ilustra la adaptación de una población al modo de vivir moderno donde sin dinero no se come, y sin trabajo no hay dinero. En este contexto, y tal como ocurre en toda sudamérica, el desarrollo de los centros urbanos ha desplazado a las poblaciones originarias a una vida periférica en pos del aparente desarrollo pero no solo en lo geográfico sino además en la sumisión forzosa a la modernidad donde la hegemonía cultural avasalla las minorías; para el portugués parlante cualquier variante del tukano suena igual a cualquier otra rama de la lengua amazónica.
A febre es una película de contrastes. La diferencia entre el uno y el otro es tal que el mero traslado del personaje a su lugar de trabajo es un viaje interminable. Da-Rin traza estos recorridos con una insistencia que puntualiza el tiempo que implica para Justino desplazarse del hogar al puerto: un viaje en colectivo donde dormita parado, una larga caminata al costado de la ruta y una subida a una colina que permite ver a lo lejos las luces titilantes de la ciudad. En A febre, así como bosque y ciudad están quebrados por la mitad por la ruta que los atraviesa, las diferencias trascienden los espacios. El lugar donde trabaja Justino es un amplio desierto de hormigón populado por containers donde un ser humano queda reducido a un punto ínfimo del paisaje. Aquí, solo la maquinaria pesada puede trasladar estos bloques de mercadería, lo que hace su labor aún más impersonal, la antítesis de la vida en el bosque donde son las manos las que pescan o las que recolectan un cacho de banana en plena compenetración con el ambiente. De la misma manera, Justino se viste y desviste antes de iniciar sus rondas, como si se estuviera adaptando con resignación a las exigencias de su presente. Porta un arma, un objeto que nunca ha usado salvo para cazar y realiza las tareas encomendadas con un cierto automatismo.
Vas a recetar pastillas igual que los blancos, le dice el hermano de Justino a su hija cuando ella le comenta que ha ganado una beca para estudiar medicina en Brasilia. En A febre, el enfrentamiento no ocurre únicamente entre los blancos y los indígenas, sino también entre una generación y otra, la que subsistió por medios propios y la que hoy compra su comida en el supermercado. Los episodios de febrícula que acechan a Justino es solo un indicio más de un cuerpo invadido por costumbres ajenas y miedos foráneos.
Si en el primer cuadro de la película la cámara se acercaba a Justino, al final adquiere conciencia de que su presencia es también una irrupción. A medida que él regresa al bosque, el plano es inverso. Se lo ve de espaldas mientras se adentra entre los árboles y deja a su paso un ápice de resistencia utópica. Un analgésico no es ni será nunca suficiente para paliar el dolor de estar desapareciendo del mundo, porque la fiebre es tan solo un síntoma de un problema mayor.
Parte de la selección de Competencia Internacional de largometrajes del FEMCINE 2020 – Festival de cine de mujeres