branco sai preto fica

Branco sai, preto fica (2015)

Pasado amputado.

La amputación es una operación quirúrgica tan traumática que incluso mucho tiempo después de la recuperación es posible que se manifieste el dolor fantasma, una angustia persistente y difícil de sanar. Para quienes lo padecen, este dolor es tan real que parece que el miembro amputado estuviera aún ahí, vivo y latente. El cerebro queda desorientado por esta falta y en su confusión envía señales mixtas de otras partes del cuerpo pensando que allí reside algo que ya no está más. ¿Qué sucede entonces cuando la amputación trasciende lo corporal y se separa a una persona de su ciudad? ¿Es posible amputar un pasado sin dejar rastros del miembro desechado?

En Branco sai, preto fica, Brasilia está regida por una máxima segregacionista: los blancos por un lado, los negros por el otro. Los blancos pueden vivir en la ciudad y los negros deben permanecer en las periferias de la supuesta metrópoli ideal. Una distopía no tan ficticia al considerar que la región de Ceilândia fue creada a partir del traslado forzoso de las personas que se asentaron en la capital durante la construcción de la ciudad “igualitaria”. En la película, sus personajes habitan en las afueras del núcleo urbano, pero recuerdan con derrota los días pasados. Sartana observa la ciudad desde lejos y toma fotografías en un acto de apropiación distante donde las luces se reducen a puntos luminosos desenfocados; Marquim recrea momentos en el club nocturno donde iba a bailar con sus amigos a través de una emisión radial que mezcla beats y diálogo como una radionovela musical. Pero en sus relatos, una noche de marzo del ‘86 llegó la policía, y la brutalidad de las fuerzas armadas dejó sus huellas en ambos hombres, Sartana perdió la pierna y Marquim fue confinado a una silla de ruedas.

Los cuerpos de Branco sai, preto fica están cercenados. Se valen de poleas y bisagras para articularse en el cotidiano. Los espacios que habitan conjugan retazos de chatarra que enlazan cuerpo con estructura, un poco como ellos mismos hoy son carne y hierro. A los ojos del mundo en el que habitan, ellos son la materia sobrante, la rebaba de metal del progreso. Dimas viaja del futuro al presente para encontrar a Sartana y a Maquim, sobrevivientes cuyos testimonios son indispensables en su tiempo para el reconocimiento de las minorías raciales. Su máquina del tiempo, un container, aterriza en medio de Ceilândia sin levantar mayores sospechas. Pero incluso este detective del futuro es prescindible en su misión si no logra su cometido: su regreso se ve siempre amenazado pese al reconocimiento de sus facultades mentales alteradas por el viaje. En este contexto, el tormento físico a causa de una ausencia mayor es el combustible que alimenta la búsqueda de venganza. La cápsula que construye Marquim no solo puede derribar helicópteros sino que pretende insertar a la fuerza la producción musical popular para las clases privilegiadas poseedoras del pasaporte citadino. Sartana, por su parte, modifica el funcionamiento de las prótesis que comercializa para que duren más tiempo. Contra el desprendimiento, la fantasía de una irrupción violenta y la conquista de aquello que fue arrebatado.

Por otro lado, existe una conexión truncada entre los personajes. El hombre del futuro pretende encontrar a los otros dos cuando uno de ellos ya dibuja su rostro. Y Maquim habla de Sartana como si no supiera su paradero, pero luego obran en conjunto, una confusión que responde a la idea de fragmentos insertados y reconfigurados a la fuerza como la fusión del ritmo del rap con la danza del burro. Al muñón del presente se le empalma lo cronológico pensando así que devolver el orden sería una forma de reducir la hinchazón. Imposible. Porque Branco sai, preto fica delira sobre el retorno de lo amputado, donde aquello que fue desmembrado y adquirió vida propia se resiste a perecer. Para Adirley Queirós, aprender a caminar con esta falta, aprender a moverse y sostener el peso sobre un objeto foráneo es una forma de apropiarse del dolor fantasma y de reordenar los circuitos sensoriales enmarañados.

La cámara contempla los andares de Sartana y de Marquim y el tiempo destinado en cada traslado. Una escalera es un sin fin de peldaños a sortear que demanda la sumisión del cuerpo a la carencia física. Hay que usar las manos, la otra pierna, e ir despacio. Asimismo, subir al primer piso de la casa es un proceso extenuante, desde bajarse del auto a finalmente apretar el botón del ascensor. La fisonomía se traslada a la imagen y se impregna en el cuadro. En Branco sai, preto fica la mutilación es tanto visual como sonora. A través de comunicaciones radiales, la voz oficial del gobierno recuerda cada tanto su dominio sobre la zona. La voz es amena, afable incluso, cuando recuerda los días pasados sin ningún altercado, en contraposición a la hostilidad de la periferia y el recordatorio de que cada quien debe permanecer donde le toca vivir. La autoridad es un ente impalpable cuya tiranía se recuerda mediante la memoria tan propensa a ser borrada. De la misma manera, el ruido de un láser invisible que se dispara hacia enemigos fuera de campo (también invisibles) evoca un arma de alto calibre y tecnología fuera de este mundo inconcebibles en nuestro presente, pero que están ahí. El desconsuelo del futuro se desfigura en el presente como un miembro más arrancado a la fuerza.

Los escenarios de Branco sai, preto fica abruman. Son desiertos de chapa y ladrillo donde el movimiento de las personas es imperceptible, salvo el tren que recuerda que sí existe un más allá. El desplazamiento de los transportes es siempre hacia adelante, hacia el centro y el rastro que deja el tren a su paso es tan oscuro como las ruinas de un tinglado, porque la modernidad esconde en sus estructuras monumentales la cara negra del crecimiento, eso que debe ser extirpado o al menos mantenido al margen. Tal como en La Jetée las fotografías de París después de la Segunda Guerra Mundial idearon la pesadilla de Chris Marker, la secuencia final de la película describe con una serie de dibujos a lápiz la destrucción de Brasilia. Entre gritos y explosiones, 50 años de progreso se destruyen en 50 segundos. Y no es tanto una pesadilla.

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