Rapado (1992)
Ladrón que roba a ladrón
Casi cincuenta años después de los gritos desconsolados de Bruno al ver a su padre siendo zarandeado por una multitud enfurecida en Ladrón de bicicletas, en algún barrio de Buenos Aires, Lucio deambula descalzo. Le han robado casi todo, su moto, su billetera y sus zapatillas. Son las cuatro de la mañana y él, sereno e inmutable, no se preocupa por hacer la denuncia. “Esto te va a cambiar la vida”, le asegura su amigo Damián, a lo que Lucio responde con un tono desprendido y escueto “La vida… ¿Cuánto calzás, Damián?”. ¿Cómo es la vida para los adolescentes en Rapado? O dicho de otro modo, ¿qué disimula esos andares indiferentes donde a diferencia del personaje de De Sica da lo mismo raparse la cabeza o robar una moto?
Hace unas cuantas semanas, no recuerdo bien, había leído un titular sensacionalista que afirmaba un aumento considerable de personas rapadas y lo relacionaba con el confinamiento y las ansias de un supuesto cambio radical en las apariencias físicas. Nada pareciera ser más opuesto al momento en que Lucio se rapa. Mientras volvía de la casa de un amigo donde se había olvidado el reloj, el único objeto que no le robaron aquella noche, Lucio pasa frente a una peluquería. En un plano abierto, la cámara lo acompaña lateralmente, desde que visualiza el lugar y hasta que se detiene y vuelve, una vacilación que se resuelve tan pronto pronunciamos el título de la película y que apuntala a describir personajes anodinos circunscritos a casualidades citadinas.
Rapado pareciera remarcar las lagunas de una generación inerte al tiempo donde las carencias se suplen con silencios empáticos y miradas cómplices. Así, un joven ofrece un cigarrillo a Lucio, pero no tiene fuego, o cada tanto algún personaje intenta comprar algo con un billete falso sin temor a que sus acciones trasciendan más allá del ingenuo tanteo. Los recorridos de Lucio por las calles vacías indagan sobre su fascinación temporal por concretar un robo imitando el comportamiento de otros. La repetición de estos gestos, sea el modo de romper una cadena o el modo de asaltar con un cuchillo, son patrones reiterados y propagados entre sus personajes como las ondas sonoras que utilizan los murciélagos para escuchar. ¿Quién roba a quién? Pero no es lo único repetitivo, ya que la insistencia se da además en la presencia de ciertos sitios como el lugar de videojuegos o incluso los dormitorios y que, irónicamente, otorga una impresión de inacción, o al menos de estar yendo y viniendo de los mismos lugares.
El caminar de Lucio, un tanto rígido y un tanto desprovisto de naturalidad, remite a un personaje de Bresson en desconexión con su cuerpo pero que aún así habla sin decir mucho y espera sin resistencia alguna su merecido, por más que este sea un escupitajo en la cara tras un intento de robo fallido. ¿Y qué hacen los personajes cuando están solos en su habitación? Nada. A veces duermen, otras veces esconden una sierra bajo el colchón y la vuelven a esconder. En Rapado, la inmovilidad es una carga pesada, pero deshacerse de ella implica un cambio de vida extremo, como dejar a la familia fumadora para tener un mejor estado físico, donde la recompensa no vale tanto el esfuerzo; mejor abandonar la moto robada en medio de la ruta antes que acarrear con ella o siquiera pensar en arreglarla.
Si en la película de De Sica, el robo perpetrado por Antonio significó la vergüenza absoluta de su personaje, en Rapado, el robo de la motocicleta fue una constatación de que la vida no cambió mucho más que el corte de pelo. Quizás mañana nos toque andar descalzos.
*Ensayo escrito en el marco del Taller de Crítica dictado por Lautaro García Candela.