el arbol

El árbol de peras silvestres (2018)

Sobre sueños y disrupciones

El rostro de Sinan se funde con el puerto reflejado sobre la vidriera. A lo lejos, las gaviotas alertan la llegada del sol mientras el joven toma impulso para iniciar una travesía desconocida. Él suspira, mira la hora y se retira, inadvertido de ser víctima de sus fantasías. En una sola imagen, El árbol de peras silvestres anticipa la poética de su premisa, una película que teje las palabras con las imágenes con la misma soltura con la que funde la realidad con los sueños, un sueño que tiene lugar entre las hojas de los árboles o las hojas de un libro casi invisible. A lo largo de la narración, Sinan se encuentra con diversos personajes de su ciudad natal y cada conversación esboza una arista de la personalidad abrumada de Sinan, sea el hartazgo hacia el lugar donde creció o la desconfianza depositada en la religión, pero lo que aquí interesa son las pequeñas disrupciones que describen un instante de quietud sublime, casi imperceptible, que altera el orden de lo real y deja invadir un momento de ensueño.

Un primer quiebre: el encuentro de Sinan con Hatice, tan accidental como incierto. De regreso de un depósito de arena, ella le grita desde el campo al costado de la ruta. La primera parte de la conversación es casual, entre afirmaciones obvias que evidencian el paso del tiempo e indagaciones sobre el estatus marital de cada uno. La segunda parte (si se quiere) tiene lugar detrás de un árbol, donde ella defiende con un romanticismo empedernido las bellezas del lugar. De pronto, en el momento más íntimo, el cuadro se abre y deja ambos escondidos tras el follaje. El viento invade el plano sonoro, y cuándo la cámara vuelve con ellos, se deja llevar por el movimiento de la brisa, como si ahora estuviera flotando. Ella le confiesa que también partirá lejos y una oleada se lleva de nuevo la cámara bien lejos, pero esta vez, cuando regresa, busca el sol entre las hojas, el cabello de ella, y un beso en silencio.

Un segundo momento, el encuentro de Sinan con Suleyman. De nuevo, la casualidad prima el encuentro. Luego de una serie de regaños sarcásticos sobre la escritura, Suleyman pierde la paciencia con Sinan y le acusa de romántico e ingenuo. Sinan le insulta mientras ve al escritor alejarse pero sin embargo, en el siguiente plano de Suleyman, Sinan vuelve a aparecer misteriosamente, como si le estuviera esperando al otro lado del puente. Cuando al fin el escritor le deja solo, Sinan se apoya sobre la baranda del puente y rompe sin querer una estatua. La cámara se aleja y contempla el vuelo de las gaviotas hasta que de pronto escuchamos y vemos como él echa el pedazo roto al río. Pero alguien parece haber visto lo que él hizo. Sin previo aviso, se inicia una frenética persecución que conduce a Sinan hasta el caballo de Troya y que culmina con una mano que le agarra y le sacude, una mano que para desconcierto nuestro y de Sinan resulta ser la del conductor del colectivo.

Algún tiempo después, luego de haber hecho su servicio militar, Sinan regresa a casa. En una conversación con su madre y hermana, donde él se lleva la sorpresa de encontrar sus libros cubiertos en moho, se entera que su padre se ha mudado a vivir con su abuelo. La conversación se interrumpe con un plano en movimiento que persigue a un perro callejero, el perro que alguna vez fue de su padre y que Sinan vendió para financiar la impresión de su libro. El animal huye despavorido mientras la nieve cae en silencio al costado del río. El movimiento se deja llevar por su andar frenético e impredecible hasta que el perro se tira al río y desaparece con el ruido de un chapuzón determinado. Pero en el agua, no hay rastro alguno de que algo cayó. La cámara revela la corriente tranquila hasta que levanta la mirada a un incrédulo Sinan, quien se asoma buscando el perro desaparecido.

No mucho después, Sinan hurga entre las cosas de su padre y descubre, guardado como si fuera un tesoro, el recorte de la noticia de la publicación de su libro. La escena siguiente corta a un plano del sol entre las hojas escarchadas en pleno invierno, y luego a las mismas hojas pero en otra estación, tal vez primavera. La cámara se somete una vez a la soltura del viento, pero le añade un movimiento que desciende y sigue la línea de una soga. A lo lejos, un grupo de personas trabajan la tierra, y atado por el tronco, cuelga una cuna con un bebé envuelto en hormigas. Los insectos le cubren el rostro y el cuerpo, ingresan por la nariz y descansan sobre la boca, pero el bebé duerme plácidamente; ni siquiera se mueve. Ahora es Sinan el que despierta de golpe, como si las hormigas estuvieran sobre su propio rostro.

El último encuentro de Sinan es con su padre. Ambos hombres están derrotados: Sinan por su intento fallido de ser escritor y su ineludible resignación, y su padre, consumido por las consecuencias de su adicción. La conversación es, por primera vez, amena, libre de reclamos. Entre consejos y reflexiones, Sinan se entera que su padre ha sido quizás su único lector. El ruido de una jauría de chacales interrumpe su conversación. La cámara se aleja y deja a padre e hijo sentados al borde de la casa, insignificantes frente al tiempo. Cuando vuelve, reposa sobre el rostro de Sinan quien sin previo aviso advierte el ruido de la soga tirante que cuelga sobre el pozo. Con un movimiento sedoso, la cámara se aproxima hasta el pozo y revela al propio Sinan ahorcado e inerte. Pero era tan solo un sueño del cual su padre despierta al sentir los bichos sobre su cuerpo. Sinan está en el pozo, no colgado, sino cavando.

Lejanía, movimiento y alteraciones perceptivas anuncian las descritas irrupciones, y en un segundo orden, la eventualidad de los hechos, como si el azar propio de los sueños invadiera por unos segundos el relato. ¿Tuvieron lugar dichos momentos? Sabemos que el padre de Sinan fue olvidado entre las hormigas, y que él vendió el perro, pero ¿acaso se podría decir lo mismo de los encuentros citados? ¿No estaríamos frente a un relato hipnótico construido a partir de los sueños? Lo curioso es que aún así es posible identificar el peso de la carga de Sinan, como si sus preocupaciones hubieran volcado en momentos aislados pero partes de un todo. Porque la película es la historia de un joven escritor, que se encuentra con su eterno amor, quien huye de la predestinación tan disminuido como el pánico de un perro callejero; en su familia la rareza de las peras silvestres se transmite de generación a generación, como el terror a estar colgado despierto. En la condensación, hallamos una historia que parte de las imágenes oníricas y se desdobla al mundo real con su reglas y nociones de tiempo y espacio, como si los sueños hubieran configurado el relato y no al revés.

El árbol de peras silvestres es un libro que circula por el costado, que casi no se ve, un libro al que le toma la humedad y el que nadie lee. En compensación, el nombre de la película lleva el nombre del libro. Los recuerdos borrosos de un sueño, ¿acaso no remiten a una película de la misma manera en la que los recuerdos parecen sueños? En El árbol de peras silvestres los sueños se desprenden de la película y dialogan con otros sueños, en una fragmentación del desencanto al cual asistimos y nos inmiscuimos, porque un sueño dentro de una película es un sueño dentro de otro, pintado quizás con los mismos colores brumosos que una película que transcurre en un sueño.

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