Dos noches con Clint Eastwood
Director, productor y actor de sus películas, es innegable que Clint Eastwood es un autor de cine, una especie de Woody Allen regurgitado por la aridez del oeste con una pizca de la inexpresividad desafiante de Arnold Schwarzenegger. Habiendo pasado dos noches con él, luego de años de indiferencia hacia su carrera, me doy cuenta que Clint es más que eso. Y aún no sé si en el buen sentido.
Clint es un hombre de familia, el hombre de familia. Protector, defensor o líder de la manada, como queramos llamarle. Como tal, su motivación principal es proveer sustento económico. Quizás sea por esto que sus propios hijos encarnan los roles de sus hijos en pantalla, no lo sé. Lo cierto es que a pesar de esto, los “Clints” de Clint, llámense Earl o Walt, carecen de una relación afectiva con su familia, o los ha dejado de lado, o con el tiempo se han vuelto desconocidos, lo que se traduce en relaciones truncadas cargadas de resentimiento. Ya volveremos a esto.
Clint es un veterano de la guerra de Corea. No es ajeno a la violencia, sabe lo que es matar a un hombre y a sus ochenta y tanto años, aún carga estoicamente con el trauma de su pasado. Pero no se opone al conflicto violento, de hecho, lo atrae. O lo busca. O lo evade a medias, porque pandilleros y narcotraficantes armados anticipan hostilidad.
Clint es xenofóbico, y no lo oculta. No solo se rodea de personajes asiáticos, mexicanos y afroamericanos a los cuales insulta cada tres palabras sin consecuencia alguna sino también incluye escenas que se ocupan solamente de mostrar cómo la incomodidad que que les genera su presencia. Pero Clint es el prototipo del buen hombre norteamericano. El que se baja del coche para ayudar a una familia negra con una rueda pinchada como sucede en La Mula, pero que no puede evitar remarcar la diferencia racial. El que en su carácter de justiciero pone bajo evidencia los prejuicios de la policía norteamericana cuando estos detienen a un hombre de tez oscura y bigote al volante de una camioneta del año. Y no, ese hombre no era narco. Pero el amigo latino del futuro esposo de su hija, sí, el que le consigue el trabajo de mula. ¿O me equivoco, Clint?
Además de xenofóbico, Clint es racista. En Gran Torino lo que le molesta es cómo un grupo de pandilleros asiáticos violentan a “uno de los suyos”, no el crimen en sí. No le incomoda sentarse a comer con dos mexicanos, o beaners usando sus palabras, siempre y cuando la mirada de los curiosos sea para ellos y no para él. Políticamente correcto no existe en su vocabulario, y lo admite a viva voz.
Clint es machista. Le dedica una secuencia extensa a un desfile de nalgas en tanga donde los rostros de las mujeres se reducen a senos y traseros. ¡Vaya plano americano! Deberíamos ponerle un nombre nuevo, plano americana, la Mujer sin nombre de nuestro siglo. Pero Clint es también seductor. Su andar avejentado y balbuceo monosilábico es irresistible a mujeres de un cuarto de su edad. Cuando eso no funciona, recurre a su humor seductor. Porque Clint es un galán. Sus esposas le juran devoción eterna. El único hombre de sus vidas. Una especie de caballero, pero en celos. E impotente. Quizás sea un chiste, no lo sé.
Clint es de color caqui y sus variantes. Cincuenta sombras de caqui, entre el beige labrador y el verde militar, porque estuvo en Corea, ¿se acuerdan?. Esa paleta desaturada es una norma en su fotografía, así como la presencia mandatoria de la bandera norteamericana, o el diseño de sus afiches con fondos oscuros y siluetas en alto contraste. Un poco de Unforgiven.
Y hablando de pistoleros, Clint considera que los hombres de verdad son rudos, saben cambiar la rueda de un auto y beben cerveza como agua. Los hombres de Clint se hablan entre insultos y quejas sobre sus esposas, pero eso está bien porque al final del día son ellos los que traen el pan a la casa. De la misma manera, un hombre que se pinta las uñas es una oportunidad para infiltrarse en el Cartel, porque ese hombre de seguro es homosexual, una debilidad que un hombre tan “viril” como Bradley Cooper sabrá aprovechar. Y Clint también, para la historia.
Clint no es religioso, pero tiene una afinidad por los funerales. Quizás crea en la muerte así como cree en la inmolación como único camino de hacer el bien y alcanzar la redención de sus protagonistas. ¡Qué heroico de tu parte! Aquella sensación de disgusto que un principio generaba a su parentela queda olvidada cuando va a la cárcel; al fin y al cabo, estaba tratando de ayudar a su familia. De nuevo, una insistencia sobre los valores familiares tradicionales: lealtad y unión.
Porque Clint es un romántico. A sus panorámicas finales y desenlaces lacrimógenos donde queda entredicho que el viaje del protagonista valió la pena, le acompaña una melodía melosa compuesta por él nada más y nada menos, variantes sobre la composición instrumental de Million Dollar Baby que le valió una nominación a un Grammy.
Clint es anticuado. La tecnología es el demonio mayor seguido de la pérdida de valores medievales como la galantería, el honor y el respeto a los mayores. Porque Clint es un anciano. Los personajes que le rodean le tratan de menos por su edad, y él se refugia en esta supuesta fragilidad. Pasa inadvertido, hasta que abre la boca, o enciende un cigarrillo.
Y por último, Clint es transparente. Un libro abierto. Un viejo libro abierto, sin dibujos. Es insistente. Parece contar lo mismo de las mismas maneras, como la mandatoria película de terror en la cartelera local. El inocente vuelto culpable, el inocente culpable que nunca lastimó a nadie, el inocente que se entromete en riñas ajenas, el inocente absuelto…
Pero hay que darle lo suyo. Para ser un hombre de pocas palabras, Clint no oculta sus creencias en su cine sino deja a criterio de cada uno tolerarlo o no. Intenta ser razonable, pero es obvio que no le gusta. Porque Clint es el abuelo cascarrabias que se queja de todo pero al que no vale la pena decirle nada porque ya no cambiará.
No sé si nos volveremos a encontrar en los créditos sobre la imagen, así que por de pronto, hasta la próxima, Clint.