Ema (2019)

Fuego y baile sobre Valparaíso.

A excepción de su anterior biopic en inglés Jackie (2016), Pablo Larraín ha recorrido a través de su cine por la historia política y social de Chile y ha ilustrado con crudeza indecorosa los vestigios de una memoria colectiva marcada indiscutiblemente por el régimen militar de Augusto Pinochet; desde Tony Manero (2008) a El Club (2015), la ficción ha sido la lente mediante la cual Larraín ha observado personajes encuadrados en plena fricción con la inestabilidad de su ambiente. Sin embargo, en Ema (2019), el director chileno regresa a las calles de Valparaíso con una historia de deseo y culpa que indaga una Chile actual al fervor del fuego y del baile.

En medio de una calle vacía, Ema observa cómo arde un semáforo que ella misma ha prendido fuego con un lanzallamas. La contemplación es catalítica, excitante quizás, al suponer el peligro que atañe rebelarse contra las normas. Ni parar, ni reducir la velocidad, ni seguir: por de pronto, quemar. Es que asumir la incapacidad de criar a un hijo supone una tremenda madurez, o al menos un reconocimiento de la propia fragilidad e ineptitud frente a un estadio de la vida socialmente impuesto. Por otra parte, devolver a un hijo adoptivo, ante los ojos de las familias que se jactan de su carácter conservador escudado por la palabra “tradicional”, es un pecado. Y esto es lo que ocurre con Ema, una joven bailarina que luego de un incidente, toma la decisión de regresar a Polo a las oficinas de adopción. Además de lidiar con las consecuencias de los altercados producidos por su hijo, se separa de su pareja Gastón, el coreógrafo de la compañía de danza a la que pertenece.

En Ema, el ritmo frenético y agresivo del reggaetón describe los andares de la bailarina, quien en compañía de sus amigas transita las calles del puerto desahogando la angustia con los movimientos de su cuerpo que se mueve insaciable entre el calor de los amantes casuales y la libertad que encuentra en el sexo. El tiempo del relato acompasado salta entre momentos de dolorosa intimidad donde el primer plano acapara el cuadro para confesar los miedos más profundos a secuencias de baile desplegadas con la ciudad como telón de fondo donde la danza emancipa las emociones del cuerpo; la temporalidad cronológica cede a las emociones y al ritmo. En la fotografía, la estilización de tonos contrastantes tiñe el deseo de matices estridentes, un deseo que no es uno solo, pero que adopta diversas formas, desde el apetito del rosado al verde del capricho. La tranquilidad del errar cotidiano se ve irrumpido por sutiles movimientos de cámara que revelan casi de paso algún atisbo de las intenciones de Ema en proceso de duelo. 

De la misma manera, el tira y afloje entre Ema y Gastón traza otro tipo de baile, como si los diálogos hirientes entre ellos fueran provocaciones y respuestas corporales de una coreografía compleja de antagonista contra antagonista, pues la violencia del baile invade además las relaciones personales. Entre el dolor de la ruptura y el remordimiento, Larraín delinea un matrimonio particular donde ambas partes no pierden oportunidad alguna para atacarse a sabiendas de las represalias inevitables, ella en la infertilidad de Gastón, y él en la fragilidad maternal de ella como si ambos aspectos fueran impedimentos disfuncionales para forjar una familia. 

Ema es un diálogo constante entre las llamas y el sudor, la belleza sublime del fuego y aquello que debe arder donde el inconformismo de una generación encuentra su rebeldía en los escenarios urbanos contemporáneos. Para Larraín, así como es posible hallar la liberación corporal y sexual hasta en los ritmos más monótonos, es posible habitar el dolor y el odio a la vez, o el deseo y la repulsión, porque en la vida nada es tan tajante como las luces de un semáforo.

Disponible HOY 01/05/2020 por 24 hs. en Mubi:

https://mubi.com/es/films/ema-2019

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