Infierno grande (2019)
El infierno cotidiano.
En ocasiones, quizás más de lo que esperamos y menos de lo que somos consciente, el cine nos devuelve imágenes saturadas de violencia de género que reflejan la sociedad machista donde nos toca vivir; escenas injustificadas de abuso, de sumisión, o mismo de dependencia de sus personajes femeninos hacia sus pares masculinos, han configurado el lenguaje de un cine hegemónico desinteresado en cuestionar siquiera la dominación que ejerce el patriarcado sobre la mujer, ni mucho menos descomponer las aristas de una problemática global que desemboca en cifras alarmantes de feminicidio. Por suerte, existe lo otro.
En Infierno grande de Alberto Romero, María es una profesora de colegio que vive entre cuatro paredes una situación infernal: es víctima de violencia física y verbal por parte de Lionel, su marido, un candidato político que le dicta cada tarea que debe realizar y cómo las debe ejecutar, con obediencia y respeto. Para empeorar las cosas, María está a punto de parir. El matrimonio vive en un pequeño pueblo de La Pampa, donde la obviedad del famoso refrán queda corta, porque afuera también es un infierno árido de vastas extensiones de tierra sin nada más que sol y polvo. Pero tras un pequeño incidente, María pone en marcha un plan de escape y se enfrenta a la hostilidad del desierto para huir de su violenta pareja. Coge un rifle de caza, un pollo congelado y un bolso, y se sube a su camioneta destartalada sin saber el camino pero con el destino bien claro.
La voz en off del hijo de María narra a modo de fábula la historia de cuándo y cómo él nació, como si la película entera fuera un flashback, y la cacería que se dispara un par de días antes de su nacimiento, tan solo un evento del pasado. Esta voz que reconforta, y que podría anticipar el final, se afronta a la crueldad del entorno que ella debe encarar para sobrevivir, y a la ansiedad de la travesía incierta.
Mientras ella intenta encontrar Naicó, el pueblo fantasma de donde provenían sus padres, transita rutas vacías y paraderos en ruinas. Pero el enemigo de María no solo es el clima ni la devastación sobrecogedora que la acompaña, sino también Lionel, un hombre corpulento pero minúsculo en la inmensidad de la provincia que sigue sus rastros sin detenerse alimentado por la ira que solo va en aumento. Y ella, es la protagonista de este western atípico, con tintes fantásticos y apocalípticos, donde los paisajes de la llanura pampeana le inundan de preguntas y le recuerdan pequeños fragmentos de su vida subyugada.
La imagen de su panza y su movilidad limitada le atribuye una carga de fragilidad adicional, por lo que cada parada supone para María, un riesgo aún mayor. Por la carretera, ella se topa con una variedad de personajes curtidos por la desolación de la región, cada uno con una actitud impredecible, desde la resignación al ingenio. A través del horizonte despoblado, Infierno grande se ocupa además de ilustrar un escenario pintado por el abandono; si en tiempos anteriores el tren era sinónimo de progreso y movimiento, aquí solo es un vestigio de una falsa promesa donde sus habitantes conviven como pueden con la soledad del vacío.
Más allá del posible desenlace sugerido, y las interpretaciones metafóricas que podrían entreverse, Infierno grande es el relato de una mujer que persigue su libertad; cuando la pesadilla es más grande que La Pampa, el viaje físico es un complemento al viaje emocional de María. Para Romero, el infierno puede ser grande, pero no insuperable.
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