1917 (2019)
Olor a barro y muerte.
1917 se ambienta en plena Primera Guerra Mundial para contar una historia bien sencilla en cuanto a la trama: dos soldados británicos deben cruzar territorio enemigo para entregar un mensaje que evitaría la masacre de un batallón de soldados. Pero la misión no es nada fácil, porque además de ser una carrera contra el tiempo (deben llegar antes del amanecer), supone abandonar las trincheras y cruzar sin protección alguna un pueblo ocupado. La ejecución exitosa de la misión es tan remota que ni el propio general que ordena dicho cometido es tan crédulo, y así, como una bengala desesperada en el aire, ambos soldados emprenden la travesía.
André Bazin sostenía que no era un detalle menor el modo en que un suceso sea narrado, ya sea en fragmentos o planos articulados mediante el montaje, o representado como una unidad continua, motivo por el cual hablar de 1917 implica inevitablemente referirnos al recurso narrativo predominante de la película. El film está dividido en dos grandes bloques que se corresponden a dos secuencias largas: una de día, que inicia con los dos soldados descansando bajo un árbol, y una secuencia nocturna que culmina con el amanecer sobre el campo de batalla. Ambas secuencias, sin cortes aparentes, sostienen la integridad de la continuidad del espacio y del tiempo, a la vez que la cámara aprovecha las discontinuidades que su movimiento lo permite, como variaciones en su posición, en los encuadres y reencuadres, y la constante circulación de personajes y elementos que ingresan y salen del cuadro.
En 1917, la utilización del plano secuencia como un modo de enunciación cinematográfico provoca dos efectos viscerales que colocan al espectador en medio del barro y del olor a muerte. Por un lado, el tiempo del relato o el tiempo narrativo se corresponde con el tiempo que vive el espectador, por lo que la angustia del tiempo y la desesperación se siente segundo a segundo. Los minutos que transcurren en la historia son los minutos que los personajes tienen para llegar a destino. Por otra parte, sumergir la cámara en los lugares más claustrofóbicos de la trinchera permite una aproximación al espacio ya que la secuencia continua envuelve al espectador en el peligro de la guerra misma; entre cuerpos mutilados, aviones derribados y disparos incesantes, la cámara se convierte en nuestros ojos y somos un soldado más que escolta a los personajes.
Por el contrario, y en detrimento del efecto inmersivo que se logra a nivel visual, la banda sonora excesiva y majestuosa invade la sensación casi realista de la narración a tal punto que la obstinación por realzar las emociones mediante la música se traduce en una redundancia molestosa. Y aquí, en una preocupación volcada hacia el estilo, Sam Mendes adorna con bombos y platillos algo que quizás no requería de mayores aderezos.
Más allá de la proeza técnica que a fines de este texto importa poco o nada, 1917 es la historia de dos desconocidos, dos soldados anónimos a través de los cuales se transita los horrores de la guerra, pero descansar la efectividad en el mero hecho de haber abandonado la fragmentación, puede significar un descuido hacia otros aspectos de la película que por más absorbente que resulte el relato aflora en momentos de flaqueza como lugares comunes en los diálogos y situaciones.
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