Rafiki (2019)
Amor colorido e intrépido.
En un país donde la homosexualidad es ilegal (sí, hay de esos todavía, hasta incluso países donde se puede morir por ser gay), Wanuri Kahiu se atreve a dirigir Rafiki (2019), una historia de amor entre dos adolescentes. La película ha sido el primer largometraje de Kenia en ser exhibido en festival de Cannes, pero aún así fue prohibida en su país de origen por un “claro intento de promover el lesbianismo contrario a los valores dominantes del país”. ¿Suena familiar?
Sin embargo, luego de una larga demanda a las autoridades para poder estrenar la película, Rafiki llega a las salas de cine de Nairobi y rompe el récord de taquilla del país, superando la demanda esperada. ¿Curiosidad? ¿Morbo? ¿Miedo? ¿O un paso para discutir y luego abolir la sentencia de 14 años en prisión por tener relaciones con una persona del mismo sexo? Lo cierto es que Rafiki, cuyo nombre significa “amigo” en swahli, es un relato conocido de amor prohibido que en su contexto social se destaca por encima de la narrativa.
Kena deambula las calles del barrio en su patineta mientras espera los resultados de los exámenes de admisión a un posible oficio de enfermera. Su padre maneja una pequeña tienda que le permite estar en contacto con los clientes y votantes, y su madre busca consuelo en la Biblia mientras intenta superar la reciente separación marital. Al margen, Kena pasa los días en compañía de Blacksta y sus amigos jugando futbol o en la despensa de Mama Atim, la señora chismosa del barrio. Pero al otro lado de la calle está Ziki, la hija del rival político del padre de Kena quien despierta en ella algo más que curiosidad. Cuando se miran, los ojos punzantes de Ziki traspasa los afiches de propaganda política, y desafía el muro cementado de aquello considerado normal por las personas a su alrededor.
A pesar que su amistad es desaprobada por ambas familias, Kena y Ziki encuentran refugio en una van abandonada o en la terraza de un edificio donde lejos del mundo pueden ser ellas mismas, y pueden atrever a enamorarse. Afuera, el futuro para ambas chicas es claro: buscar un marido con quien casarse (con preferencia, uno de clase social posicionada) cocinar, tener hijos y ser una buena esposa. Pero el amor que nace en ellas abre una posible brecha, y en nosotros, un rayo de esperanza. Y lo hace en un gesto minúsculo, pero no menos ponente sino todo lo contrario. El relato cierra el plano en los detalles más íntimos, las manos que se encuentran, la piel que roza los labios, la torpeza del primer beso cargado de energía y color, porque afuera el miedo y la incertidumbre hostil pueden sucumbir con una simple mirada, o, fuera de la pantalla, con una película como esta.
Lo que sucede después no es sorpresa, pero sí dolor, pues nos habíamos sumergido en aquellas conversaciones idílicas donde las ropas tendidas al sol cegaban con su calor. Aún así, Kahiu ofrece un mensaje de valentía, y de cómplice silencio en los lugares menos esperados. Es reconfortante y gratificante saber, por encima de la ingenuidad, que el amor puede contra la religión, la familia y la sociedad, aquellos pilares quísticos del conservadurismo que en Kenia, en Paraguay y en otros países del mundo aún nos anclan.